Sunday, November 25, 2007

Tristeza en metacrilato


Delante del sofá, la televisión es un guiño brillante, un ojo triste, una ventana cerrada que nos muestra un paisaje al que nunca podremos acceder. La televisión es el amanecer de la mentira y el crepúsculo de la realidad palpable, la televisión conecta mundos y rompe sinapsis, a la televisión queremos lanzarnos de cabeza, y destrozar su cristal oscuro, su región tan transparente, su señora de rojo sobre fondo azul.

¿Qué es lo primero, me preguntan en un spot mientras clavan en mi pupila la pupila azul de rayos catódicos, el ojo que todo lo ve, el ojo, el ojo, el gran hermano, la pantalla, la mirada del otro? La televisión o el inframundo, el otro lado del espejo, la ruptura, la tristeza conservada en metacrilato, como una tarántula que ya nunca morderá a nadie. La televisión apagada también es televisión, pero coño, ya no nos hace tanta gracia, aunque en esa pantalla negra se vislumbre el reflejo alucinado de un enano que se parece sospechosamente a nosotros mismos.

Hay una cultura, o no la hay, en torno a la puñetera televisión. Hay cine, aunque nadie diría que lo es, periodismo que se aproxima y roza la frontera azul de la snuff movie, hay en la televisión un adelanto de la muerte en directo, una censura sin censurar, un estertor maquillado y reconvertido en temblores de final de una época. Nos hemos acostumbrado a mirar a la muerte a la cara, y ya no nos asusta su esqueleto, y la famosa guadaña nos parece en la pequeña pantalla una navaja multiusos, como esas que ahora se utilizan para anunciar cuentas corrientes, qué tendrá que ver.

En la televisión un imbécil con corbata nos quiere vender miedo y necesidades o necedades perentorias, la televisión son imbéciles hablando para otros imbéciles, vendiendo casas sin construir, castillos en un aire contaminado, rebanadas de pan untadas con la mantequilla que Marlon Brando utilizó para sodomizar a no me acuerdo quién en su famoso Tango en París.

Pero la televisión no es el cine, aunque lo parezca, no es el periodismo, no es el pensamiento a pesar de los filósofos de madrugada que venden silogismos por kilos, no es la literatura ni el amor, tampoco el sexo, no es nada de todo eso, qué le vamos a hacer, pero tampoco podríamos decir qué es exactamente. Es una mentira rutilante y a veces patética, es un modelo del mundo, una guía de uso de la realidad que esforzados cretinos siguen al pie de la letra, sin percatarse de que la vida no es que esté en otra parte, es que se ha esfumado en el esfuerzo de leer el manual de instrucciones del nuevo plasma de 32 pulgadas.

La gran paradoja de la televisión es que te muestra una visión hiperrealista de un mundo absolutamente falso, un espejo que sólo refleja traiciones. No son ciertas las ciudades que vemos en la pantalla, no es auténtica la sociedad que se nos muestra, los negros no son tan negros, los moros no resultan, en persona, tan fundamentalistas, los rascacielos parecen más bajos.

Recuerdo que cuando estuve en Nueva York después de andar por Broadway durante casi una hora buscando el Empire State pregunté a un policía negro dónde estaba. Me miró como si le estuviese tomando el pelo, y, señalando detrás suyo, me escupió: “is this”. Me volví con cuidado, lo miré y, la verdad, no me pareció tan alto, y así se lo dije, me pareció un edificio más de aquella ciudad de edificios gigantes, aquellas calles de sombras y hormigón, esquinas de ruido y café aguado vigiladas por cíclopes de muchos ojos. El tipo se encogió de hombros y me dijo: “desde arriba parecía más alto”, y se alejó contoneándose, y mientras se marchaba recuerdo que pensé que el secreto de los americanos se basaba en la conocida máxima de explicar lo evidente, lo americano era la simplicidad de lo obvio, lo que se veía, la lógica sin más, eso si, cuidadosamente envuelta y vendida con una adecuada campaña de marketing. La lógica de la hamburguesa, o sea, hacer que medio mundo coma mierda, y encima contentos.


La televisión es la lógica de lo evidente, pero sin lógica, la televisión es la evidencia puesta a secar, la esencia de lo superficial, la presentación justificada en sí misma. La televisión condensa eso que decía Mac Luhan de que el medio es el mensaje, que cuando lo escribió se quedó tan ancho y no lo entendió ni Dios, pero que con el transcurrir de los años resulta que la cosa cobra peso, y al final tenía razón, el tío. La televisión es el mensaje, lo que es lo mismo que decir que el mensaje es irrelevante, como las palabras de amor que se dicen cuando lo haces.

Hoy por hoy el mensaje es lo de menos, lo que cuenta es el envoltorio, la forma, el color, la musiquita, o jingle, creo que lo llaman. Televisión, bola de cristal, ventana indiscreta, televisión llena de información vacía, archivo de realidades hertzianas e impalpables, otros mundos que no están en este, ni en ningún otro, porque no existen, no son, no los han dibujado así, ni de ninguna manera, los han diseñado con uno de esos programitas informáticos que también se justifican en sí mismos, porque al final resulta que también ellos son lo importante, lo que cuenta no es lo que escribes, sino el programa con el que lo has hecho, el ordenador, el sistema, en fin, la caña.

La televisión quizá sea reemplazada por el ordenador, pero sólo porque el ordenador se convertirá en la televisión, la fagocitará, la reemplazará por una versión corregida y revisada de ella misma. Medio frío o caliente, a quién le importa Mac Luhan a estas alturas, medio y mensaje, o mensaje a medias, medio demediado, como aquel vizconde de Italo Calvino, medio que da miedo a veces, que impresiona por su poder, que manipula conciencias y araña voluntades, que abofetea el rostro de quien lo observa con la guardia bajada. Podría escribir los versos más absurdos esta noche, amor, hablando de la televisión y otros asuntos, pero creo que lo voy a dejar ya, porque Irene me avisa desde el salón que está a punto de comenzar House.


Antonio López del Moral Domínguez

Tuesday, October 16, 2007

Una P


Nada que objetar al premio de Millás. Si alguien merece reconocimientos es él. Último genio de la literatura en España, Kafka modestito y alucinado, irónico con frenillo y humorista hiperbreve y cargado de intención, Millás, cuando calla, es que calla de verdad, Millás no se baja de los altares porque nunca quiso subir a ellos, aunque pudo, Millás entrevista a Vargas Llosa como un disciplinado becario, y al tiempo ejerce su independencia de forma sutilísima y genial. Millás visita, observa, viene, ve, vence y vivisecciona, Millás atesora lo extraño del mismo modo que otros coleccionan lepidópteros, Millás sonríe con sonrisa de Mona Lisa, como si supiera algo que nosotros ignoramos, y la realidad, siempre tozuda, viene a darle la razón. A caballo entre Raymond Carver, Chéjov, Kafka y un amanecer de invierno con Frenadol, Millás obviamente pasa frío cuando escribe, y de su nariz gotea un resto sempiterno de atardeceres acristalados. Nunca has sido, Juanjo, un premio P, porque los premios P son otra cosa, ni son premios, ni son P, son algo que te cae sobre la espalda, como un baldón, y que después deberás arrastrar toda tu vida, y de lo de que algún día, o alguna noche, en una cena de amigos, tendrás que disculparte entre risas, velas, sorbos de vino y tensión acumulada. Pero tú excedes la P, la cubres de telarañas y la expones en un rincón de tu alcoba, como un trofeo absurdo de pelo y cutículas, una madre de Norman Bates, momificada y peligrosa, una sombra de nuestra propia personalidad, envuelta en dientes.

No es que la P en cuestión sea más digna porque se la hayan dado a él, pero podría decirse, a la contra, que Millás no pierde dignidad al recibirla: siempre ha sido capaz de dar una vuelta a la realidad, y quizás por eso tiene su lógica este premio, que poco o nada tiene de literario. Mindundis televisivos, señoritas de couché, rutilantes payasos, palafreneros babeantes y cabareteras de la cultura con bandeja de bollos, se han alternado en la recepción del P con viejas glorias, valores en retirada, cuando no en caída libre, egópatas con informativo propio, premios Nobel desgastados por la poltrona y algún que otro hallazgo final, una última perla que su autor, antes de morir, quiso regalarnos. El P es un premio que no se escribe, se diseña, se piensa, se proyecta, y luego, cuando ya está todo atado y bien atado, se propone a su autor, muy en la línea de los grandes lanzamientos editoriales. Como reconoció el del informativo que citaba antes, en una histórica "pillada" emitida en youtube, "el último libro no lo he escrito yo, no puedo, ¿cómo voy a hacerlo? Me lo han preparado…".

Pero Millás no se deja atrapar, Millás no sale en youtube, aunque podría, Millás es el negro de sí mismo, el esclavo liberado que todos llevamos dentro, el orgullo racial sin raza que escribe desde la soledad, que, como él mismo nos explicó, era esto. Nuestro hombre pone orden en el desorden de su nombre, un caos perfectamente organizado en su inmensa miniaturización. Desestructura, aliena, mira y sonríe, y su perplejidad terrible vuelve a brillar, como el diente de oro del cadáver de la canción. Hay mucho Millás en la P, aunque la P no tenga nada de Millás, hay costuras estrechas, y voces roncas, hay calles de Praga, noches de bosque y ruido de dolor, ese dolor que todos llevamos dentro y que él convierte en extrañeza, en sorpresa, en rumor y en cotidianeidad. Artista de lo cotidiano, orfebre de ese ángulo del horror que describía Cristina Fernández Cubas, Millás escribe sus propios libros, Millás es, y sólo por eso merece este y todos los premios que quieran darle, merece incluso que le den una P, y que se la den incluso también al otro tipo, Boris, la cara mediática del tema.

Porque el P. forma parte de la tradición cultural de este país, en la línea de la prensa del corazón, los cotilleos de peluquería, Tómbola, los toros, el fútbol y Bety la Fea. Cuando no sabes qué regalarle a tu cuñado, le regalas el último P., más que nada por putearle. El P. queda muy bien en las estanterías, lleva forros en papel couché, como corresponde a su importancia, pesa lo suyo, para dar la sensación de que vale lo que cuesta, y viste mucho en el metro, allí donde las miradas se escurren tras las atroces colinas de la primavera. Hubo un tiempo en el que el P. era una forma de salir de la mediocridad, una vía de esperanza, es decir, como entonces no escribía casi nadie, cualquiera capaz de componer una novelita, enseguida se decía, "la presento al P". Pero ahora escribe tanta gente que no hay tiempo de leer lo que se envía, y los manuscritos languidecen sobre las mesas sin abrirse, y los agentes ya no aceptan más obras, y las decisiones, ay, se toman en los despachos, en las mesas de los grandes restaurantes, en los burdeles y en las iglesias, y la pose de intelectual se ha sustituido por la postura genuflexa, ya ves tú. El P es un reflejo fidedigno de esta sociedad de papel couché, en la que todo se negocia, todo se arregla, qué hay de lo mío, señor mío, usted salude y sonría, salude y sonría, que el librito están a punto de acabarlo.

Hace un par de años, creo que fue el propio Millás quien apuntó que "recibir una llamada del equipo de producción del programa Epílogo tiene que ser como para echarse a temblar" (ya saben, ese programa de últimas entrevistas a los muertos). Pues no es por joder, no es porque me siente mal que no me lo den a mí (que nunca me he presentado), o por echar mal fario, pero con el Planeta está empezando a pasar como con los Nobel, que a quien se lo dan, o se muere pronto, o es que está acabado. Ojalá, querido Juanjo, que no sea ese tu caso. Te lo deseo de corazón.

Antonio López del Moral

Wednesday, August 29, 2007

Pacumbral


Nunca me han gustado los obituarios ni las necrológicas, aborrezco los epitafios y las dedicatorias tardías en coronas de flores tiernas que, tan pronto, ay, se secarán sobre el mármol. La muerte es una estación de paso en la que te ves atrapado para siempre, una brusca caída desde las alturas de tu irrelevancia. Sólo nos duele la muerte cuando nos roza, cuando toca a alguien a quien amamos, a quien conocemos bien, a quien necesitamos de un modo u otro en nuestra vida. Reconozco que cuando pasó lo de Diana de Gales o cuando la palmó Lola Flores, no conseguí entender las explosiones de dolor popular, me parecieron extemporáneas, exageradas, totalmente distorsionadas por sentimientos vulgares. Y ahora, de pronto, Umbral.

Umbral es algo más que uno de los tres mejores escritores españoles del siglo XX (junto a Cela, su maestro, y Delibes, su primer jefe). Umbral es más que su propio personaje destilado, triturado, masticado e instilado en las páginas de una obra tremenda. Umbral es algo más que un superdotado, algo más que un clásico vivo, algo más que el mejor columnista español de todos los tiempos, para mí por encima de Larra. Umbral es otra historia, la suya propia, y encima contada a su manera, toma ya.

Recuerdo que cuando comencé a leer periódicos, hace ya 20 años, me llamó un día la atención una columna escrita en endecasílabos. Con dos cojones. Me quedé tan alucinado que tuve que releerla. A la tercera comprendí que aquello era algo fuera de lo común, no se parecía a ningún otro columnista, y mira que había. Aquel tipo, Pacumbral, destacaba tanto que llegaba incluso a producir una sensación extraña de enajenación, un dejà vu literario que te retrotraía a autores que no habías leído nunca. Porque todos estaban en Umbral. Poco a poco, según fui ampliando mis lecturas, descubrí en sus columnas -que nunca perdonaba-, trazos de Larra, pedazos de carne de Quevedo, vocablos duros como piedras y olorosos como morcillas frescas de Cela, esperpénticas espantadas de Valle Inclán, y todo ello ambientado en una atmósfera del Madrid de posguerra, un Madrid de cigarrillos negros liados, criaditas y militares con maleta y café Gijón. Hay muchas literaturas, y todas, insisto, estaban en aquel Umbral con el que yo chocaba de bruces, deslumbrante, sorprendente, ora jocoso, siempre irónico, de pronto lírico, tierno, melodramático, costumbrista, provocador, evocador, memorioso e incansable.

El misterio de Umbral me persiguió durante mucho tiempo, no conseguía entender su sutilísima singularidad, me costaba trabajo, me despistaba, porque tan pronto me llevaba por los cauces de un estilo que me resultaba familiar (me recordaba a alguno de los autores que he citado antes), como súbitamente daba un quiebro, me clavaba en el culo uno de sus increíbles neologismos, y me dejaba con un palmo de narices, mirando al tendido y pensando aún en Quevedo, mientras él ya andaba por Larra. Durante un tiempo pensé que era una especie de Proust a la madrileña, con la magdalena mojada en whisky y a la sombra de las muchachas etcéteras, las ninfas verticales que resbalaban a veces húmedamente por sus novelas, y que te enseñaban los pechos a la manera de la Aurorita de La Colmena. Y finalmente llegué a la conclusión (conclusión es el punto exacto en el que uno se cansa de pensar) de que con Umbral no hay conclusión posible, porque su extraordinaria obra es una esponja, un papel secante que absorbe todo a la vez, vida, sexo, literatura, fiestas, whisky, dolor, felicidad, amargura y teclas de una underwood clásica que él convertía en daguerrotipo, fijando en el papel las imágenes recogidas a diario en la calle.

En Umbral no había separación entre la vida y la obra, escribía para vivir, vivía para escribir, escribía sobre la vida y vivía, en fin, donde le pillaba. En Madrid, o sea. Umbral era Madrid, y ningún otro autor ha retratado con tanto acierto los vaivenes de la ciudad, ningún autor le tomó el pulso a la movida madrileña como él, nadie colegueó al mismo tiempo con Ramoncín y con Cervantes, nadie utilizó en sus obras simultáneamente citas de Schopenhauer y frases robadas de una pintada en un edificio ocupado del Rastro. No se puede entender la transición sin las novelas de Umbral, pero es que tampoco se entiende la posguerra, ni el tardofranquismo (expresión acuñada por él), ni el tardofelipismo, ni a la gente guapa, ni a la jet, ni a los sociatas, ni a Corcuera con mono de electricista, ni a Barrionuevo con su cara de boxeador sonado, ni a Anguita, ni al cubalibre, ni a Tierno Galván, ni al loro que pasó a la historia. Umbral se despelotaba en cada libro, en cada artículo, en cada frase, no había en él ni una sola palabra sin idea, ni una sola idea que no apareciera tan brillantemente expuesta que uno no sabía si quedarse con el fondo, o con la forma, o con los últimos restos del whisky de su vaso sempiterno. No se entiende tampoco a Mercedes Milá, que después de aquello se arrojó al barro mediático de los grandes hermanos, ni se comprende el Viagra, ni el pádel, y si este deporte absurdo se ha puesto de moda, fue sólo porque Pacumbral nos contó que Pedrojota se iba a jugar a mediodía con Josemari, en el Palestra, ya me entienden. Los periódicos, sin su columna, sin sus frases y sus quiebros, sin sus cotilleos, se convierten en meros boletines, en tristísimos despachos de agencia que tiemblan sobre la mesa, antes de caer abiertos por la sección de necrológicas, sobre la esperada flor de la última columna, esa que nunca llegó. Se ha roto la realidad, y esta vez no tenemos a nadie que nos lo cuente. Chao, Paco. Espero que le digas a Dios que has venido a hablarle de tu libro.

Antonio López del Moral Domínguez

Monday, June 11, 2007

Que trabajen ellos


Eso de que el trabajo dignifica al hombre es un camelo como el sombrero de un picaor. Yo, que me siento más cercano a la izquierda, sector anarcoburgués, como diría Labordeta, cuando llega el Primero de Mayo me invade un sentimiento de enajenación que me impide tomarme en serio a mí mismo como obrero, cualificado y todo. El trabajo no es que dignifique al hombre, el trabajo lo que hace es reducirlo a engranaje industrial, a eslabón de la cadena productiva, a hormiga en el hormiguero, pero no el de Pablo Motos, que todavía tiene su aquél, sino el de Orwell, ya saben, Gran Hermano y por ahí. Y cuando hablo de trabajar no me estoy refiriendo a actividades de tipo artístico, música, literatura, pintura, cine. Me hacen mucha gracia esas folklóricas que en cuanto les ponen una cámara por delante, te sueltan con histrionismo:

- ¡Nunca he hecho otra cosa que trabajar!

¿Trabajar? Flaubert escribía veinte horas diarias, pero, ¿trabajaba? Picasso agarraba el pincel después de hacer el amor (no, no me refiero a ese pincel), y pasaba la petite morte entre la inspiración y el esfuerzo artístico, que no tiene nada que ver con el trabajo. Decía Flaubert que la inspiración existe, pero tiene que llegar trabajando. ¿Trabajar? ¿Trabaja Nacho Vidal, por continuar en la onda de los grandes artistas? ¿Celia Blanco? Y no quiero entrar en el controvertido tema de la música, porque capaces son Ramoncín y Bautista de partirme la cara (¿se consideraría trabajo dar una paliza por dinero a alguien que te cae mal?).

El trabajo es una maldición bíblica, al mismo nivel de la de “parirás a tus hijos con dolor”. Yo creo que la primera obligación del ser humano no es, como decía Marx, hacerse con el control de los medios de producción para llegar a la emancipación, sino que la emancipación llega en el momento en que interiorizas que el trabajo no es lo que siempre habías pensado, que no sólo no te hace más persona, sino que en realidad te aliena, te allana, te lima y encima te estropea el cutis y las manos. La emancipación llega cuando comprendes que tu obligación como ser humano es vivir sin pegar ni chapa, aunque el derecho a la pereza (Le droit à la paresse) ya lo defendía Paul Lafargue, yerno del propio Marx. Recuerdo una escena en contraposición a lo anterior: una mujer joven se acercó en una tienda de ropa a una señora, convencida de que se conocían, pero la señora no daba muestras de saber quién era, y entonces la chica insinuó que quizá habían coincidido en algún trabajo. La señora se escandalizó.

- ¡Por favor! –dijo- Yo no he trabajado en mi vida.


Al margen de la connotación clasista de la respuesta, que la tiene, lo cierto es que esa actitud de desdén hacia el trabajo la comparten aristócratas y vagabundos, que más o menos viene a ser lo mismo. Tengo dos amigos, hermanos gemelos, dignos de una película de Lars Von Triers que con 40 años, tampoco han trabajado nunca, y no es que sean ricos, ni muchísimo menos, es que desde el principio interiorizaron la mentira del sistema, y se niegan a participar. Se limitan a vivir. Viven. No frecuentan restaurantes, ni tiendas, ni museos, no leen periódicos ni utilizan internet. No me pregunten de dónde sacan para comer, vestir y pagarse sus vicios. Lo ignoro. Probablemente ellos tampoco lo sepan, ni les preocupe, y por eso han sido capaces de mantenerse a flote. No ven la realidad desde los planteamientos convencionales, es decir, no han creído nunca en la necesidad de trabajar. Estos hermanos aparecerán en alguna novela mía, pero ahora me interesa hablar del equilibrio, ese equilibrio en el que es difícil mantenerse, porque sólo un peldaño más abajo está la indigencia. Yo creo que sí es posible instalarse en la acracia, el descreimiento y la actitud diogenésica, yo creo que en el momento en el que comenzamos a dudar, en el momento en que nos planteamos que quizá sea necesario ese trabajo, entramos en la rueda, y quedamos atrapados en el sistema, como moscas incapaces de entender que son ellas mismas las que tejen la red con sus pensamientos (por supuesto, hablo desde un planteamiento individualista. Que no me crucifiquen los mileuristas obligados a trabajar para mantener a una extensa prole o pagar deudas).


En mi colegio, los Maristas de Chamberí, nos inculcaban desde niños la idea del trabajo, y nos contaban para ello, entre otras infinitas parábolas, la de tres obreros colocando ladrillos. A los tres les preguntan qué hacen, y uno de ellos responde: “yo, ganarme el pan”. Otro: “estoy colocando estos ladrillos de forma armoniosa”. Y el tercero en discordia apostilla: “yo, construyo una hermosa catedral”. ¡Qué bonito y qué aleccionador! Es que los curas lo simbólico lo tienen muy estudiado. Luego todo se queda en símbolos, ya digo, porque contrariamente a lo que preconiza esa parábola, el trabajo, para ser considerado como tal, debe caracterizarse por la alienación del trabajador, o, dicho de otra manera, que el currante tiene que acabar de pringar hasta el escroto. Les pongo un ejemplo: los curas que desempeñan su oficio de forma mecánica, leyendo el pasaje correspondiente de la Biblia en la homilía, dando de comulgar con mano blanda y dormitando en el confesionario con el alzacuellos manchado de saliva, hacen carrera en la curia, pero los que se toman su labor en serio y construyen hermosas catedrales, y se entregan completamente, como Enrique de Castro, son considerados subversivos, peligrosos, teólogos de la liberación, rogelios sin futuro en la iglesia, y al final les chapan el chiringuito. O sea, que, paradójicamente, si quieres llegar a algo en alguna actividad, es mejor que esta nunca llegue a ser tu trabajo, porque siempre habrá quien dude de tus motivos.

Estoy pensando ahora mismo en la iniciativa colectiva del Linux en la informática, un sistema desarrollado por millones de usuarios que trabajan colaborativamente y sin cobrar, y que han conseguido que dicho programa sea mucho más eficaz y seguro que el Windows (aunque eso tampoco es muy difícil). O en las organizaciones espontáneas de gente que desprecia los partidos políticos y las ONGs, y que luchan por reivindicaciones sociales o ecologistas sin ponerse siglas. La profesionalización lleva implícito el germen de la corrupción. El amateurismo es la mejor garantía de excelencia. Da lo mejor de ti mismo, pero nunca en el trabajo. El arte por el arte, el placer por el placer. Se folla siempre mejor con alguien que no te cobra al terminar.

El trabajo te convierte en la contraportada del sistema, en el mecanismo en el que este se apoya para seguir funcionando, el trabajo es la siniestra y cruel artimaña por la cual el organismo que es, de hecho, nuestro parásito, se las apaña para dar la vuelta a la tortilla y convencernos de que somos nosotros los que vivimos de él, y lo exprimimos. No hay simbiosis en esa relación, hay sangre, sudor y esfuerzo, hay mentira y manipulación, hay espejismos y derrota, porque el trabajo es el fracaso del hombre y del arte, es el derrumbamiento de la filosofía, el cataclismo del placer. El trabajo es el demonio que todos llevamos dentro, ese íncubo cuyo objetivo es destruirnos como seres libres y reducirnos a robots, a esclavos, a alimento de las máquinas, como en Matrix. La filosofía del Ora et Labora, el concepto luterano- calvinista del trabajo, el ganarás el pan con el sudor de tu frente, han creado un mundo como el que tenemos hoy en día. ¿No va siendo hora ya de que cambiemos el chip?


Antonio López del Moral Domínguez

Wednesday, May 30, 2007

Firma en la Feria del Libro


Os recuerdo que el jueves 31 de Mayo, estaré firmando ejemplares de mi novela "Cuando Fuimos Agua" (y de cualquier otra de las mías) en la Feria del Libro de Madrid, en la Caseta de la librería MUGA, la 323 (junto a la entrada de la C. Alcalá). Pero si a alguien le parece poco (que de todo habrá), estarán también el escritor Francisco Legaz y el poeta José Miguel Molero.

De 19h a 21h. Traeros amigos, familiares, perros, amantes, de todo. Os espero. Habrá sexo desenfrenado.

Antonio López del Moral

Thursday, May 03, 2007

Ciudad Cartel


Peluquerías afro, fruterías tropicales, locutorios telefónicos, conexiones a internet, tiendas de todo-a-cien regentadas por chinos, kebabs, Madrid invavido, Madrid, repleto, Madrid diferente, un Madrid que me sorprende de nuevo cuando paseo por el centro, a mí que ya no encontraba alicientes en esta ciudad, un Madrid que muchas veces no reconozco, pero que me gusta, que ha cambiado, que no se anquilosa, un Madrid que se abre y permeabiliza, que se somete a ósmosis, que bulle. En el modernísimo París descubrí hace muchos años el tribalismo oriental de los kebabs, y junto a ellos esas fruterías que abren 24 horas y en las que venden naranjas por unidades a precios imposibles, y poco después, en Nueva York, vi algo parecido, establecimientos siempre abiertos, pero allí lo que vendían eran coca-colas y corn flakes, símbolos interiores del imperio. Pasan varios años, estamos en Madrid, y de pronto llegan las tiendas y reemplazan las agonizantes casquerías, reducidas ya al papel de salas de autopsia donde las ancianas compran bofe para sus gatitos, carnicerías agotadas, ferreterías tristes por la soberbia del Leroy Merlín, barberías que por perder han perdido hasta el nombre, y ahora se llaman algo así como centros de estilismo. La palabra “comercio” me parece horrible, igual que “producto”, o “servicio”, es el vocabulario de la nueva economía, sustantivos sin peso y sin personas que han ido desplazando a los viejos peluqueros, los horteras que ahora son algo muy diferente, los ferreteros que ya no venden imanes, los panaderos que, de pronto, son dueños de boutiques. Sustantivos de economía nueva que se opone a la llegada de Los Otros, que habla de aranceles, de barreras, que propone matar pateras a cañonazos, ese capitalismo que ha terminado por fagocitar todas las tiendecitas dentro de la lógica cruel del Centro Comercial. El estado de cosas se encontraba en un punto muerto, las aguas se habían remansado y el sistema respiraba al fin, hasta que, de pronto, surgen, o resurgen esas tiendecitas, revisadas, reescritas, rediseñadas, y ahora las regentan chinos, árabes, sudamericanos, que no se han enterado, o quizá no quieren saber nada, de la citada lógica.

Hace tiempo inventé un personaje en una novela, y tiempo después le encontré en la vida real (aunque a menudo me ha ocurrido el fantasear sobre algo en un relato, y después ese algo, más o menos modificado, ocurre, como en las historias de Roald Dahl, o las más kafkianas y mejores de Juanjo Millás. La ficción empieza a resultar peligrosa, la literatura, cuando invade la vida y viceversa, se convierte en un monstruo que se escapa de nuestras manos, y de esto ya escribió Mary Shelley, pero yo sigo temiendo hablar de la muerte, por lo que pueda ocurrir). Mi personaje en cuestión era Abdul, dueño de un videoclub en Chamberí, hombre ilustrado, egipcio, neurocirujano y amante del cine y la literatura, una de esas personas con las que apetece conversar durante varias horas, una compañía gratificante y esclarecedora, y, de hecho, mientras escribía mi novela pasé muchísimo tiempo a su lado, y me encantaba sumergirme en las escenas en las que aparecía, como un duende que viviese con autonomía plena en mi mundo imaginario. El germen de Abdul ya existía en un relato que había escrito unos años antes, La Sonrisa de Mohamed, y mi idea del personaje se basaba en estereotipos sobre la filosofía oriental y la más espiritual idiosincrasia árabe. Pues bien, hace un par de meses fui al centro de Madrid a pasear en solitario (es la única forma de pasear: lo contrario es conversar andando, o caminar en silencio junto a otros), y, como suelo hacer, me perdí por la Gran Vía, Sol, bajé hasta la FNAC y compré algo de música para regalar. Aún tenía pendiente qué escoger para mi compañera y amante, pero la elección era difícil, pues a ella le gusta la literatura y las flores de madera, los objetos de escritorio, los muebles de diseño antiguos, y todos esos regalos los había seleccionado ya en alguna ocasión. Mientras salía de la FNAC pensé que también le gustaba el sexo, sexo vaginal y clitoridiano, aunque últimamente tendía más hacia lo vaginal. Cuando pasé por delante del Sex Shop de la calle Ballesta, tradicional rincón de prostitución, putas viejas, frías y enganchadas que observan desde los portales, como agotadas gárgolas en hornacinas, al pasar por delante de aquella tienda extraña, decidí entrar a echar un vistazo.


El primer encontronazo estuvo a punto de hacerme volver sobre mis pasos: al bajar por aquella escalera que parecía llevarme a un sótano prohibido, una bodega, un nicho, al empujar su puerta de discoteca infestada de neones multicolores, como una atracción de feria, me topé de bruces con una mujer alta y semidesnuda que se me quedó mirando con absoluta seriedad.

- Buenas tardes. –dijo, y en sus ojos pardos pareció aletear brevemente una sonrisa. Entonces me fije en que su desnudez estaba recubierta por una capa sutilísima de esas lentejuelas de colores en miniatura, esos brillos breves que sugieren humedad de champán, reflejos de fiestas, lámparas de guiños fosforescentes a flor de piel. Me sentía tan cohibido por su presencia, sobre todo, me sentía tan absurdo allí, con mi aspecto de cualquier cosa menos de amante que busca un regalo sicalíptico para su amada, que, intentando patéticamente afectar naturalidad, señalé hacia las vitrinas en las que se encontraban, burlones, absolutamente explícitos, los penes de goma, y dije:

- Eh, sí, quería comprar algunas cositas.

La sonrisa aleteó nuevamente en sus ojos, y luego me hizo un gesto con la cabeza y señaló hacia una barra tras la que había un hombre que hasta ese momento había permanecido oculto, perfectamente mimetizado con la penumbra. Me acerqué a él, aún más cortado, porque siempre resulta violento para un hombre, incluso para un bi u homosexual, comprar un pene de goma, un juguete erótico, uno experimenta el prurito de dar explicaciones, no es para mí, es un regalo, uno siente deseos de salir huyendo, pero había algo en aquel individuo, su calma interior, su filosófica manera de comportarse y de mirar, que inducía a la calma y a las confidencias. Ambientes oscuros y carmesíes, penumbras narcolépticas, cientos de revistas pornográficas en las que mujeres se llenan la boca, mujeres se solazan en el esperma brillante de los cuartos rojos, hombres penetrados por otros hombres, el esperma y su figura literaria sintetizada en la capa sutilísima de lentejuelas en miniatura que vestía la mujer que me recibió, sus pechos bañados en la metáfora, vitrinas con cinchas, peligrosísimos botecitos de popper, ungüentos, condones de sabores, vaginas vibrátiles, monstruosas en su autodeterminación, muñecas hinchables que nos contemplan con la boca abierta desde su cárcel de cristal, sorprendidas por el destino abortado de sus sueños de fresa y látex, todas aquellas cosas, que, curiosamente, en esta tienda que no era una tienda en el sentido de comercio que decía antes, sino más bien un local, algo más cercano a una biblioteca, a un cine, perdían su calidad de “productos”, de “mercancías”, y se convertían en “objetos”, en una categoría ontológica superior. Objetos absolutamente personales, objetos que se impregnarían, que quedarían irremediablemente recubiertos del ADN de sus dueños, como pruebas judiciales del placer o la depravación consentida, un grado más del sexo, una alternativa de sicalipsis, la piel, la carne, la humedad, reinventadas, estiradas, mordidas, la intimidad es algo que huele a vida, y la vida a veces huele maravillosamente mal.

El hombre estaba leyendo un libro, y cuando advirtió mi presencia y mi azoramiento, se apresuró a conducirme a la vitrina.

- ¿Busca quizá algo de esto?

- Lo cierto es que sí.

Me ayudó a escoger con la calidez del profesional, del hombre que se encuentra más allá de la comprensión, y la experiencia de comprar aquel pene de látex fue gracias a él absolutamente gratificante. Su manera de aconsejarme, la pregunta que me hizo acto seguido (“¿lo querrá envuelto para regalo, verdad?”), su aire de diplomático apartado a conciencia de las embajadas, su savoir faire de hombre de mundo, resultaron tan agradables que después de que envolviese el regalo y tras devolverme la VISA, permanecí un rato charlando con él. Me explicó que había tenido que marcharse de su país Egipto, porque allí no se podía vivir, me dijo se había separado de su mujer antes de tener hijos, y que en realidad nada le ataba a aquella zona, no creía en la nostalgia, el tiempo presente era mucho más importante que los recuerdos, y éstos, añadió con una sonrisa, son rémoras que nos impiden avanzar en la vida, parásitos de los que convenía desprenderse lo antes posible si uno quería quedar libre para nuevos amores, nuevas vidas.

- Ni siquiera echo de menos mi trabajo, y era lo que más me gustaba de allí.

Le pregunté a qué se dedicaba, y me respondió que era neurocirujano, pero que en realidad había descubierto que lo más interesante de la mente humana era lo que no se podía tocar con un bisturí, y mientras hablaba, en uno de esos instantes esclarecedores, una variación metafísica de la magdalena proustiana, me di súbitamente cuenta de que me encontraba frente a Abdul. Abdul, Abdul, mi personaje, repentinamente materializado frente a mí, Abdul, de origen egipcio, llevaba casi veinte años en España, en El Cairo era neurocirujano, pero la vida, explicaba con filosofía, ah, la vida, y la mujer desnuda se acercaba a él y le sonreía, y Abdul, quizá incluso se llamase así, Abdul le devolvía la sonrisa y como por casualidad, con naturalidad de amante viejo, le acariciaba una nalga, cuando llegó a España las cosas eran diferentes, la sociedad no era tan violenta, sabe usted, hablaba con calma y distanciamiento irónico, hablaba con sabiduría, charlamos durante casi veinte minutos yo estaba fascinado por el descubrimiento, por la forma peculiar e inversa en que mi literatura había saltado hasta mi vida, y no al contrario, como solía ocurrir, y después de un rato nos quedamos en silencio, y me sentí tentado de contarle que yo había ideado un personaje como él, y que ahora de pronto le encontraba, y pensé que seguramente entendería la singularidad de la situación, que sonreiría con aquella filosofía suya y me contaría algo interesante, pero inmediatamente me dije que quizá se rompiese entonces la fragilísima conexión, que si revelaba el secreto tal vez nunca podría escribir sobre ello, y no quise siquiera preguntarle su nombre, y le dije adiós. Salí de nuevo a la Gran Vía con el pene de látex cuidadosamente envuelto en papel de regalo, me sumergí de nuevo en la vida, en la luz, en los coches, en la cadencia amortiguada del ajetreo diurno, y las sucesivas capas de cotidianeidad, de raciocinio y de obligaciones me fueron haciendo bajar hasta la realidad, peluquerías afro, fruterías tropicales, locutorios telefónicos, kebabs, Madrid invadido y repleto, la ciudad infiel que describí en uno de mis primeros relatos, ciudad cartel, y acaricié el regalo que llevaba para Irene, y sentí, de pronto, la vivísima punzada del deseo entre las piernas.

Antonio López del Moral Domínguez

Monday, April 02, 2007

El ángulo del horror


Cuando yo era niño, me resultaban especialmente fascinantes las historias que ocurrían en el pueblo de mis abuelos. El pueblo era ese territorio mítico en el que todo podía pasar, un lugar mágico y misterioso, lleno de olores, crujidos, sombras y cuadros con ojos. Mi preferida era esa en la que mi abuelo, una noche, comenzó a escuchar algo en el piso inferior. Sin despertar a mi abuela se levantó, cogió un garrote, y bajó despacio las escaleras. Cuando llegó a la cocina, comprobó que el ruido salía de allí. ¡Había alguien! Se oía un rumor seco, como si estuvieran rascando la madera. Haciendo acopio de fuerzas, mi abuelo dio un pisotón y vociferó: “¡El que tenga salero que salga!” Y entonces, como en una pesadilla, de la oscuridad de la estancia surgió un enorme cerdo negro que, en su carrera desesperada, enganchó a mi abuelo y lo encaramó a sus lomos de un topetazo. Presa del pánico, el pobre hombre sólo alcanzaba a chillar: “¡María! ¡Socorro! ¡Que me llevan!”

El origen de los cuentos que se transmiten de padres a hijos, y que dan origen a los relatos que hacen soñar a los niños, podría encontrarse en un ruido extraño en la cocina de una casa enorme y fría. Cada país tiene sus propias leyendas, porque cada país tiene también su particular viento helado, sus tardes larguísimas, sus noches oscuras y afiladas, sus sacamantecas y hombres del saco. Las leyendas y cuentos configuran la herencia cultural de los pueblos, un maravilloso regalo que no se pierde aunque nunca se escriba, porque son las cabecitas de los niños las encargadas de guardarlos hasta la siguiente generación. Mi abuela contaba que, de niña, un verano comenzó a ponerse muy enferma sin que los médicos consiguiesen dar con lo que le ocurría. Desesperados, sus padres decidieron llevarle a la curandera del pueblo, una mujer huraña y hosca con fama de tener tratos con el diablo. Aquella bruja sólo necesitó un minuto para saber lo que pasaba. “Dentro del cántaro de agua hay un bicho, que la está envenenando”. Al regresar a su casa, mis bisabuelos comprobaron que, efectivamente, dentro del cántaro de barro, habitaba una enorme araña.

Pero, ¿qué ocurre cuando desaparecen los cántaros y las brujas leen el horóscopo en el prime time, cuando las noches son menos noches porque a las diez encienden las farolas, cuando los cerdos dejan de vivir en las casas? Que los cuentos van siendo absorbidos por la ciudad, y la magia deja paso a la realidad pragmática, prosaica y tranquilizadora. Hemos ganado en razón, pero hemos perdido la bruma, el misterio, el hechizo y las noches de tormenta. Cada vez que sonaba un trueno, mi abuela se aferraba a su rosario y musitaba: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, líbranos de las tormentas”. Ahora no nos acordamos de Santa Bárbara ni cuando truena, porque no nos acordamos tampoco de nuestros abuelos, ni de las historias y cuentos que nos contaban de niños, al calor del hogar, mientras fuera la lluvia arreciaba.



El cuento es la traslación de la leyenda, la materialización de eso que ahora se llaman “terrores nocturnos”, y que, en los tiempos de mi abuela, no era más Santa Bárbara escribiendo en el cielo negro con los renglones torcidos de las borrascas. En el principio fue el cuento, y luego vino todo lo demás, el Antiguo Testamento, la manzana prohibida, las cabezas cortadas y los mordiscos encabritados en las pantorrillas, que te propinaban en sueños esos perros negros salidos de la oscuridad, con la boca llena de espuma. Antes había cuentos, y nubes grises, y se rezaba el rosario para salir de casa las tardes de lluvia, y ahora hay televisión, y pleiestesion, y cuando amenaza tormenta se mira la predicción meteorológica en internet. Hemos ganado en seguridades todo lo que hemos perdido en magia y misterio, pero, irónicamente, no hemos conseguido eliminar eso que Cristina Fernández Cubas llamaba “El ángulo del horror”.

La otra noche me llamó mi hija, aterrorizada. “Tengo miedo”. “¿De qué, cariño?”. “No sé. Tengo miedo”. Y entonces pensé que ya no hay tormentas, ni brujas, ni demonios, pero sigue habiendo miedo. El miedo continúa, pero no es la misma clase de miedo de cuando existían motivos oscuros y misteriosos. Hay miedo porque el ser humano es débil, y ha construido una sociedad a su imagen y semejanza. Vivimos en una aldea aterrorizada, una comunidad de cobardes que trata de protegerse erigiendo muros, estableciendo fronteras cada vez más insalvables, confinando en ghettos a los diferentes (porque siempre es a lo diferente a lo que tememos), y convirtiendo las sombras en sueños de la razón, que producen monstruos en las esquinas del alba. Hemos matado a las brujas, pero ellas, como venganza, nos han metido el miedo en los cromosomas.

Lo que más pánico me daba, siendo niño, era la habitación del cuadro, en la casa del pueblo. La casa se llamaba Villa San Miguel, y en la estancia del fondo, la de mi tía, había colgado un tétrico lienzo de tonos azules, negros y blancos, con una aterradora imagen de San Miguel expulsando del Cielo con su espada de fuego a un Diablo caído, negro, retorcido sobre sí mismo, una silueta negra y sin ojos, pero de relieve tan pronunciado que casi daba la sensación de poderse tocar. Aquel cuadro llegó a obsesionarme hasta el punto de que no me atrevía a pasar por delante de la puerta. Por desgracia para mí, no quedaba otro remedio si quería llegar a mi cuarto, así que, al menos, procuraba no hacerlo solo, y posponía el momento de acostarme hasta que alguien, mi abuela, mi madre, mi tía, o Genoveva, nuestra criada, se decidía a ir hacia allí, y entonces, disimulando, me colocaba a su lado, y llegaba temblando a mi cama. La casa era enorme, helada, de pasillos largos y techos altísimos, con espejos desconchados de bordes de madera tallada y dorada, era una casa que asustaba, y además el cuadro parecía de película de terror, y por eso siempre pensé que mi angustia estaba justificada, pero cuando el otro día Andrea me dijo que tenía miedo, no vi a su alrededor cuadros, ni sombras, ni espadas de fuego, sólo la tranquilizadora habitación de una niña con juguetes, libros y tonos pastel, la habitación que yo hubiera querido tener en la casa del pueblo, y me acordé de eso que decía Alfonso Domingo: que el miedo es un monstruo en un laberinto que llevamos dentro, y que nunca conseguimos huir de él por completo.

La literatura de terror, la buena, azuza ese monstruo, lo despierta un poco, para que nos muerda suavemente el corazón, como un parásito, o un íncubo. El infierno no son los otros, el infierno está en la otra esquina, la de las sombras y las patas de araña, la esquina de las doce en punto, la televisión encendida, el cuaderno arrojado en la moqueta y el pañuelo manchado de carmín. El horror está en nosotros, en la mirada, el ojo, la mano o el croissant mordido, el horror son unos ojos fríos, una cuna vacía, la desencajada mandíbula de alguien que acaba de morir, o que sabe que no tardará en hacerlo. No me asustan los monstruos con garras o colmillos; me asusta ese niño proustiano que se despierta y, por unos instantes, no sabe quién es ni dónde está.

(Recomiendo a todos los amantes del terror que no dejen de leer Lunar Park, de Bret Easton Ellis. Imprescindible).

Antonio López del Moral Domínguez

Tuesday, January 23, 2007

Sexo, mentiras y novelas eróticas


Hace algunos añitos, estaba yo en la facultad de Periodismo, en el bar, desde luego, tomando unas copas y fumando un cigarro (todavía se podía beber y fumar en la universidad), cuando llegó Lola. Lola era una compañera un poco gallega, un poco pelirroja, un poco atlántica, Lola (García Otero) es hoy una gran actriz, y era entonces una gran escritora, o eso decía. Por aquella época estaba de moda entre los tíos explorar tu lado femenino. Yo , un poco por llevar la contraria, me dedicaba a explorar mi lado literario, ya sabéis, como el lado femenino, pero a la sombra de las muchachas en flor, todo muy proustiano. Yo es que soy proustiano, por la gracia de Dios.

El caso es que, explorando mi lado literario, me dedicaba a escuchar atentamente todo lo que se decía a mi alrededor, para luego construir diálogos en mis relatos, y así escuché a Lola explicar que estaba escribiendo una novela, pero que no sabía cómo seguir.

- Es que me he atascado en la escena erótica. –dijo la tía.

Me dejó de piedra. No sólo escribía novelas, sino que además lo tenía todo tan claro que hasta incluía una escena erótica. Hacía falta tener capacidad de planificación para hacer eso. Luego me di cuenta de que además hacía falta tener talento. E ingenio. Y voluntad. O las tres “bes” del torero: boluntad, balor y buevos. A Lola le sobraba todo eso, o al menos me lo pareció en aquel momento. Le sobraban las “bes”. Y los buevos. Le sobraba incluso la literatura, porque Lola no necesitaba literatura para escribir una escena erótica.


Aunque lo que yo intento aquí es dilucidar si la literatura necesita las escenas eróticas. O de si necesita del erotismo. Me acuerdo de eso que contaban sobre cuando a Cela le pidieron un argumento, y contestó: “tome nota, un hombre ama a una mujer. Con talento, le sale la Cartuja de Parma”. ¿Y si en vez de talento le añadimos un poco de carne? Luego volveré sobre el tema de la carne, pero ahora me interesa entender si la novela necesita de una escena erótica para ser novela. ¿La novela del siglo XXI será erótica o no será? Vaya usted a saber. El hecho es que cada vez hay menos erotismo en la vida real, asi que, ¿cómo va a haberlo en la literatura? Mi novela, Cuando Fuimos Agua, no quisieron presentarla en la Casa del Libro, porque en la contraportada pone algo sobre erotismo. Y en Radio Intereconomía, cuando me entrevistaron, se me ocurrió ponerme a hablar sobre pornografía, y el entrevistador, Pepe Cavero, arqueó una ceja, sonrió y cortó cuando ya la cosa empezaba a ponerse caliente. Debió ser la entrevista más corta que recuerdo en mis 20 años de periodista. Ni dos minutos. Una rapidita, que se dice. Entrevistatio precox. En fin.

El problema es que la literatura sufre un poco de lo otro, o sea, de la eyaculatio precox, y por eso el placer lo sirve envasado, enlatado, envuelto en papel celofán, y rapidito. Sobre todo rapidito. Un aquí te pillo aquí te mato, que se dice. Y ante tanta rapidez, ¿dónde queda sitio para el erotismo? Decía el gran Berlanga que a él lo que le gusta no es desvestir a las mujeres, sino vestirlas. Lo ha dicho en varias charlas suyas a las que he asistido. Recuerdo que en una de ellas, Carmina, una amiga que me acompañó, estaba escuchándole atentamente cuando empezó con lo de vestir a las mujeres. Y entonces, mirándola fijamente, Berlanga añadió: “a usted, señorita, por ejemplo, ¿no le gustaría que yo la vistiera?” Y Carmina, ni corta ni perezosa, contestó: “Uy, no tiene usted dinero para vestirme a mí”.

En esta sociedad, en la que todo se paga con dinero, en la que todo se entrega convertido en producto, el erotismo tiene su sitio, desde luego, pero es un sitio en los escaparates y en los estantes de los grandes almacenes. El erotismo de la vida cotidiana desaparece cada vez más, y lo mismo ocurre con el erotismo en la literatura. A mí es que, antes, las novelas que me ponían más cachondo no eran las eróticas. Eran las otras, esas en las que lo erótico aparecía entreverado con lo no erótico. Yo recuerdo que mis primeras poluciones nocturnas, las deliberadas, quiero decir, fueron inspiradas por la Familia de Pascual Duarte, de Cela. Debía tener yo 10 u 11 años, y no les quiero ni contar cómo me puso la descripción esa de las pantorrillas de una feligresa, embutidas en medias negras, prietas como la carne de una morcilla… ¡Dios! Apenas terminé el libro, me lancé a leer La Colmena. Y allí encontré a Aurora, Aurorita, cuando le dice eso de “enséñame los pechitos”. Joder, me estoy poniendo malo…

El erotismo es el amor, y el amor sólo puede ser carnal, porque si no hablaríamos de otra cosa, de afecto, o éxtasis místico, aunque, qué quieren que les diga, los éxtasis de Santa Teresa también tienen una carga erótica, que hay que saber verla, pero que si la llegas a ver, te pone, te pone. ¿Y qué me dicen del gran Arcipreste de Hita? El Libro del Buen Amor probablemente sea uno de los primeros libros eróticos de la historia, suponiendo que exista eso que acabo de decir, es decir, libros eróticos. Los libros son como las personas. ¿Hay personas eróticas? Sí, pero no siempre. A mí Angelina Jolie me envenena los sueños, pero no siempre. ¿Entienden? Luego está Henry Miller, que debió pasar la vida en estado de erección permanente. Como dijo Bukowski, cuando Miller era bueno, era muy bueno. Yo añadiría, como dijo Mae West, que cuando era malo, era mucho mejor.

Henry Miller era erótico, del mismo modo que lo es El Lazarillo de Tormes, o Quevedo. De Quevedo no puede decirse que confundiera el culo con las témporas. Quevedo hablaba del culo, y así inauguró una gloriosa tradición literaria, la de los culos, que siglos después Juan Manuel de Prada intentó recuperar dándole otra vuelta de tuerca, al presentarnos aquella novela suya, crípticamente titulada “Coños”. Pero volvamos a Quevedo. El de Villegas daba a entender que estaba obsesionado con el culo, cuando lo que realmente hacía era recuperar la tradición erótico festiva de Rojas y La Celestina, sólo que desde, digamos, otro punto de vista. Con otra mirada. Bueno, sí, con otro ojo. No diremos cuál. Y tanta obsesión, como diría Freud, sólo puede estar enmascarando un deseo sexual insatisfecho. Quevedo, según Freud, se encontraría en la fase anal, psicológicamente hablando. Y ahora que lo digo, anda que Freud no era erótico ni nada… Para Freud todo complejo pasa por el de Edipo. Si tengo una depresión, en el fondo lo que me ocurre es que tengo celos de mi padre, porque recuerdo las cálidas noches de amor con mi madre, cuando yo estaba en la cuna. A mí mi madre no me ponía mucho, pero tengo bellos recuerdos de algunas de sus amigas. Concretamente, me viene a la cabeza un viaje en coche, doscientos kilómetros de un verano con mi pierna infantil pegada a la pierna desnuda de una de esas amigas que… Bueno, no sigo. Volviendo a Freud, no me digan que después de digerir de toda esa sesuda y fría analítica conceptual, no le entran a uno ganas de arrancarle la bata a a mordiscos a la enfermera, o a la psicoterapeuta más cercana… Los divanes de los psicólogos han sustituido, en innúmeras ocasiones, los tálamos nupciales.

Y por cierto, hablando de tálamos me viene a la cabeza Nabokov, no sé por qué. Joder qué cabrón. Cómo escribía. Y qué capacidad de evocación carnal. ¿Lolita es una novela erótica? Lolita es una de las mejores novelas del siglo XX, y quizá una prueba de ello sea que durante mucho tiempo estuvo prohibida, por pornográfica, y mister Vladimir tardó bastante tiempo en encontrar un editor que tuviese lo que había que tener. Claro que a lo mejor Nabokov no iba a Radio Intereconomía y se ponía a hablar de lo divino y lo pornográfico de un modo, digamos, desnudo. Desnudar la pornografía. Otro día, si les parece, hablamos de eso.

La pornografía me parece necesaria, en unos tiempos en los que cada vez se prohíben más cosas. Desaparece el Premio La Sonrisa Vertical, al Gran Berlanga le dice una muchachita en flor que no tiene dinero para vestirla, prohíben las hamburguesas gigantes, las mujeres entradas en carnes quedan sólo para modelos de Botero, en las óperas de Mozart no nos dejan cortarle los cojones a Mahoma (sí, si, ya sé que era la cabeza), la Iglesia, de uno u otro signo, nos dice cómo actuar, con quién casarnos, la forma correcta de fornicar, y no se te ocurra hacerlo con alguien de tu mismo sexo, que te excomulgo. Vivimos tiempos cada vez más pacatos, y estamos llegando a los extremos de que se apalee a la gente por besarse públicamente, que se prohíba celebrar su boda a según qué novios, que el libro de Ratzinger se venda más que el de Nacho Vidal, o, lo que es peor, que la gente sepa quién es Ratzinger pero no sepa quién es Nacho Vidal. O Rocco Siffredi, por poner dos ejemplos ilustres. Como decía mi amiga Lola, nos hemos atascado en la escena erótica, y no sabemos cómo tirar hacia delante, y, mientras tanto, los Otros nos organizan sus fiestas rave alternativas de lo políticamente correcto, y nos dicen qué comer, dónde fumar, cómo vestirnos o con quién fornicar. Esta locura tiene que acabarse. Propongo un par de actividades: más lecturas pornográficas y más sexo. ¿Para cuándo esa megaorgía en el Parque del Oeste? Pásalo.


Antonio López del Moral