Tuesday, November 07, 2006

Aracnofobia

Las arañas me han inspirado siempre un terror licuante. Delante de una araña me convierto en otra persona, mis manos tiemblan, sudo, tartamudeo, incluso tengo a veces la clarísima sensación de perder el conocimiento. No imagino otro ser más aterrador, ni una imagen más desazonadora. Recuerdo infinitos episodios de mi infancia y adolescencia en Villa San Miguel, la casa de mis abuelos en el pueblo, una edificación enorme, antiquísima y, por supuesto, infestada. Estaban por todas partes, caían desde el techo cobre mi colcha, aparecían de improviso flotando en una jarra de agua, sobre la butaca en la que me disponía a sentarme, o, más espantosas aún por el contraste, sobre los manteles blanquísimos que extendía mi abuela sobre la mesa, inmóviles y yo diría que burlonas, desafiantes, negras y crueles junto a los platos y los tazones de loza.

En el jardín, enorme y descuidado, sabía que las encontraría en los sitios más insólitos, en uno de los huecos de la arquitectura de yeso del porche, entre las enredaderas, colgando de un hilo justo a la altura de mi cara, o silenciosas y taimadas en las redes, como minotauros en sus laberintos. ¡Dios! Incluso hallé una, no me pregunten cómo llegó, dentro de una caja de cerillas, ¡y la toqué con los dedos! Creo que nunca podré olvidar aquella sensación.

Podría pasar horas hablando sobre ello, pero ahora sólo quiero contar lo que ocurrió la tarde que Pilar se marchó para siempre, sin que yo le hubiese llegado a confesar mi amor. La quería tanto que me dolía su ausencia como una herida, había escrito todos mis primeros poemas para ella, y la perspectiva de perderla sin que supiese, me decidió a dar el paso. Saqué fuerzas, repasé mentalmente lo que le diría en la estación, preparé mis mejores palabras y ensayé un par de veces ante el espejo mi única sonrisa triste. Cuando ya corría hacia la puerta, encontré la araña más enorme, negra y espantosa, colgando siniestramente del dintel, a la altura de mi cabeza, impidiéndome salir. Me quedé inmovilizado, sin atreverme a rodearla, porque eso hubiera supuesto pasar a su lado, sin atreverme tampoco a cruzar por debajo, porque el terror a que me cayese encima era tan fuerte que casi hacía que me desmayase. El tiempo pasaba, el tren partiría pronto, y yo perdería, sin duda, y el sabor de aquella primera derrota marcaría mi vida quizá para siempre.

Registré la casa y regresé a la puerta armado de un espray insecticida, a prudente distancia lo vacié sobre el monstruo, que al principio se resistió, intentó huir, escapar de su propia tela empapada, y luego, lentamente, en una agonía casi coreografiada, cayó al suelo, justo delante de la puerta, encerrándome aún. Todavía movía sus horribles patas, todavía era capaz de inmovilizarme. No me quedaba ya insecticida, de modo que busqué por todas partes, y encontré otro espray, esta vez de espuma de afeitar. La enterré en un montón de nieve blanca que me libraba de su visión, pero, cuando ya levantaba el pie para pasar por encima, vi que asomaba otra vez, aún más negra, aún viva. No sé cómo pude hacerlo, no sé de dónde saqué la fuerza, pero dejé caer el pie violentamente, y luego otra vez, y otra, y otra, y sentí mi cuerpo como algo líquido, algo que ya no me pertenecía, sentí un vértigo brutal, una embriaguez absoluta mientras saltaba sobre el montoncito de nieve, y grité hasta romperme la garganta, y lloré, y sudé, en aquella ceremonia catártica, aquel baile de liberación, aquel horror.

Cuando llegué a la estación, el tren se alejaba.

Antonio López del Moral