Thursday, September 18, 2008

Ciudad infiel


La noche se yergue mayestática sobre los miles de edificios, ahoga los millones de pisadas, aterroriza a las farolas, que vociferan como alimañas fluorescentes, acongoja tu corazón, el mío, cientos de corazones alcoholizados. Bajo los camiones de la basura, las alcantarillas vomitan oscuridad, como si arrojasen cubos de sombra a un mar de infinita negritud. Esfuerzo inútil. Huele a gasóleo, a sangre y a alquitrán, huele al cigarrillo que cuelga de mis labios como un apéndice que habría que extirpar con neurocirugía de precisión, o a navajazos. Huele a ti, amor, huele a tu ausencia, dolorosa y súbita como una muerte, huele al verano, que reparte sus últimos coletazos por doquier, me abofetea, me deja la marca de las uñas en el escroto y me escupe sobre el capó de un Ferrari, que, como todos los Ferraris, está aparcado abajo, en doble fila.

Apuro los restos de whisky, apago el cigarrillo, no en mi mano, como me hubiera gustado hacer, sino en esa otra mano en forma de cenicero que, sobre la mesa, junto al ordenador portátil, parece pedirme siempre algo. El verano aún no ha muerto, tecleo con dolor, el amor es la narración de una mentira, un juego de espejos deformantes, el amor es un burdel vacío en el que te has quedado encerrado, tras una redada que te pilló viendo amanecer en la terraza. Esta noche te has ido, pero no quiero seguir pensando en ti, en nosotros, no quiero acordarme más de tu traición. (El verano aún no ha muerto, pone guantes en los fríos dedos que acarician tu barbilla. Pero esos guantes son cada vez de seda más barata, y las polillas, atentas, preparan su banquete. Y el día del festín, te cogerán por el cuello, extenderán el frío por tu cuerpo, y tú te vestirás de blanco para recibir su miembro helado).

Cierro el macbook, demasiado cansado para continuar, demasiado borracho para quedarme en casa, cierro la puerta sin llave, cierro los ojos al bajar por la escalera, cierro mi corazón y mis asuntos, cierro, cierro.

Me crucé en un bar cualquiera con Arturo, ya sabes, el del Alfa Romeo, un tipo con pasta, repugnante. Yo sabía, sentía, que algo suyo se encontraba allí, podía casi sentir su aroma, sus movimientos subacuáticos, sus ojos escondidos entre otros miles de señuelos. Conversé un rato con aquel tipo, desesperado, muerto de risa, fumé su tabaco y bebí sus palabras con desgana, y de pronto, tras la barra: era un sueño húmedo coagulado, un beso en el cuello, un mordisco de precisión. A partir de ese momento no hubo nada más en el mundo, no escuché la mierda de música que pinchaban ni las palabras que me vertían en el vaso, no tropecé, no dudé, procurando que no se me notase la erección mental me acerqué a ella y dije alguna chorrada. A cambio, me preguntó mi nombre.

- Ernest. –mentí con aplomo- ¿Y tú?

- Salceda.

- Salceda. –repetí. Debe ser de pueblo, pensé.- Tienes nombre de pastillas para la regla. -dije

- ¿A qué te dedicas, Ernest?

- Bueno, hago trabajos eventuales. Relaciones entre personas, ya sabes, todo eso.

- Debe ser muy interesante. ¿No tienes ningún hobbie? ¿Alguna afición?

Pensé de inmediato en el alcohol y el sexo, pero no me pareció procedente mencionarlo. Quizá por contraposición a la mierda de música le hablé de Coleman Hawkins, sin resultado, mencioné la cocina francesa y arqueó una ceja, me enrollé con los viajes, los coches de lujo, las peleas ilegales y el amor, y finalmente no me quedó más remedio que decir la verdad…

- Soy escritor. Bueno, escribo historias de vez en cuando.

- Me encantaría leer algo tuyo.- dijo, y se acercó un poco más.

A esas alturas de la noche mi whisky estaba en las últimas, mis manos temblaban de abstinencia y mi corazón comenzaba a acusar los efectos de la traición. Decidí lanzarme: acaricié sus dedos y ella sonrió con cansancio, tomó mi mano y me besó en la boca. Por un momento, mágico, espléndido, inolvidable, creí que la gente me estaba aplaudiendo a mí. Me equivocaba: era por la mierda de música.

Su casa era un delirio modernista, un museo de soledad, un cementerio. Entre aquellas paredes desnudas y blancas como sábanas se palpaba la ausencia, se respiraba el vacío, se podía masticar la nada. No había libros, ni discos, ni apenas muebles, se veían cuadros extraños, estatuillas demenciales, fotografías de cuerpos desnudos y almas con burka, los ceniceros estaban limpios, olía a formol y a almizcle, y en la cocina una lavadora tenía puesto aún el precinto de garantía. Lo hicimos sobre la mesa del salón, salvajemente, y dejamos reposar el amor sobre la alfombra, fumando unos pitillos en plan tranqui. Después de un rato, me di cuenta de que un tipo nos miraba en silencio desde la penumbra de la única habitación.

- ¡Quién coño es ese tío! –grité.

Salceda sonrió con amargura.

- Es mi marido. Se llama Carlos. No te preocupes, no te hará nada: es tetrapléjico. Si pudiera moverse, le pediría que agitara la mano para saludarte. ¿Quieres conocer su historia?

Contemplé aquellos extraños ojos azules, alucinados, tan lejanos como los de un fantasma. No suelo rechazar las situaciones poco habituales, al contrario, las busco, pero mi corazón estaba demasiado intoxicado por la tristeza. Me puse la ropa, la sonrisa y la máscara como pude, y me despedí de Salceda con un beso que me supo a tabaco y a dolor.

La noche me atacaba con tu ausencia, me dijiste adiós, amor, te fuiste, desapareciste como el eco, como un beso, la noche me pesaba en los zapatos, me mordía. Caminé hacia casa dando tumbos, tropecé con las alcantarillas y las sombras, me perdí por los portales y los bares, y llegué a casa dos horas después, tan borracho que no me di cuenta al meterme en la cama de que habías vuelto: estabas allí, como si nada hubiera ocurrido, como antes, como siempre. Cuando noté tu calor , cuando percibí tu aroma, me eché a llorar.

Antonio López del Moral Domínguez