Sunday, November 25, 2007

Tristeza en metacrilato


Delante del sofá, la televisión es un guiño brillante, un ojo triste, una ventana cerrada que nos muestra un paisaje al que nunca podremos acceder. La televisión es el amanecer de la mentira y el crepúsculo de la realidad palpable, la televisión conecta mundos y rompe sinapsis, a la televisión queremos lanzarnos de cabeza, y destrozar su cristal oscuro, su región tan transparente, su señora de rojo sobre fondo azul.

¿Qué es lo primero, me preguntan en un spot mientras clavan en mi pupila la pupila azul de rayos catódicos, el ojo que todo lo ve, el ojo, el ojo, el gran hermano, la pantalla, la mirada del otro? La televisión o el inframundo, el otro lado del espejo, la ruptura, la tristeza conservada en metacrilato, como una tarántula que ya nunca morderá a nadie. La televisión apagada también es televisión, pero coño, ya no nos hace tanta gracia, aunque en esa pantalla negra se vislumbre el reflejo alucinado de un enano que se parece sospechosamente a nosotros mismos.

Hay una cultura, o no la hay, en torno a la puñetera televisión. Hay cine, aunque nadie diría que lo es, periodismo que se aproxima y roza la frontera azul de la snuff movie, hay en la televisión un adelanto de la muerte en directo, una censura sin censurar, un estertor maquillado y reconvertido en temblores de final de una época. Nos hemos acostumbrado a mirar a la muerte a la cara, y ya no nos asusta su esqueleto, y la famosa guadaña nos parece en la pequeña pantalla una navaja multiusos, como esas que ahora se utilizan para anunciar cuentas corrientes, qué tendrá que ver.

En la televisión un imbécil con corbata nos quiere vender miedo y necesidades o necedades perentorias, la televisión son imbéciles hablando para otros imbéciles, vendiendo casas sin construir, castillos en un aire contaminado, rebanadas de pan untadas con la mantequilla que Marlon Brando utilizó para sodomizar a no me acuerdo quién en su famoso Tango en París.

Pero la televisión no es el cine, aunque lo parezca, no es el periodismo, no es el pensamiento a pesar de los filósofos de madrugada que venden silogismos por kilos, no es la literatura ni el amor, tampoco el sexo, no es nada de todo eso, qué le vamos a hacer, pero tampoco podríamos decir qué es exactamente. Es una mentira rutilante y a veces patética, es un modelo del mundo, una guía de uso de la realidad que esforzados cretinos siguen al pie de la letra, sin percatarse de que la vida no es que esté en otra parte, es que se ha esfumado en el esfuerzo de leer el manual de instrucciones del nuevo plasma de 32 pulgadas.

La gran paradoja de la televisión es que te muestra una visión hiperrealista de un mundo absolutamente falso, un espejo que sólo refleja traiciones. No son ciertas las ciudades que vemos en la pantalla, no es auténtica la sociedad que se nos muestra, los negros no son tan negros, los moros no resultan, en persona, tan fundamentalistas, los rascacielos parecen más bajos.

Recuerdo que cuando estuve en Nueva York después de andar por Broadway durante casi una hora buscando el Empire State pregunté a un policía negro dónde estaba. Me miró como si le estuviese tomando el pelo, y, señalando detrás suyo, me escupió: “is this”. Me volví con cuidado, lo miré y, la verdad, no me pareció tan alto, y así se lo dije, me pareció un edificio más de aquella ciudad de edificios gigantes, aquellas calles de sombras y hormigón, esquinas de ruido y café aguado vigiladas por cíclopes de muchos ojos. El tipo se encogió de hombros y me dijo: “desde arriba parecía más alto”, y se alejó contoneándose, y mientras se marchaba recuerdo que pensé que el secreto de los americanos se basaba en la conocida máxima de explicar lo evidente, lo americano era la simplicidad de lo obvio, lo que se veía, la lógica sin más, eso si, cuidadosamente envuelta y vendida con una adecuada campaña de marketing. La lógica de la hamburguesa, o sea, hacer que medio mundo coma mierda, y encima contentos.


La televisión es la lógica de lo evidente, pero sin lógica, la televisión es la evidencia puesta a secar, la esencia de lo superficial, la presentación justificada en sí misma. La televisión condensa eso que decía Mac Luhan de que el medio es el mensaje, que cuando lo escribió se quedó tan ancho y no lo entendió ni Dios, pero que con el transcurrir de los años resulta que la cosa cobra peso, y al final tenía razón, el tío. La televisión es el mensaje, lo que es lo mismo que decir que el mensaje es irrelevante, como las palabras de amor que se dicen cuando lo haces.

Hoy por hoy el mensaje es lo de menos, lo que cuenta es el envoltorio, la forma, el color, la musiquita, o jingle, creo que lo llaman. Televisión, bola de cristal, ventana indiscreta, televisión llena de información vacía, archivo de realidades hertzianas e impalpables, otros mundos que no están en este, ni en ningún otro, porque no existen, no son, no los han dibujado así, ni de ninguna manera, los han diseñado con uno de esos programitas informáticos que también se justifican en sí mismos, porque al final resulta que también ellos son lo importante, lo que cuenta no es lo que escribes, sino el programa con el que lo has hecho, el ordenador, el sistema, en fin, la caña.

La televisión quizá sea reemplazada por el ordenador, pero sólo porque el ordenador se convertirá en la televisión, la fagocitará, la reemplazará por una versión corregida y revisada de ella misma. Medio frío o caliente, a quién le importa Mac Luhan a estas alturas, medio y mensaje, o mensaje a medias, medio demediado, como aquel vizconde de Italo Calvino, medio que da miedo a veces, que impresiona por su poder, que manipula conciencias y araña voluntades, que abofetea el rostro de quien lo observa con la guardia bajada. Podría escribir los versos más absurdos esta noche, amor, hablando de la televisión y otros asuntos, pero creo que lo voy a dejar ya, porque Irene me avisa desde el salón que está a punto de comenzar House.


Antonio López del Moral Domínguez