Monday, March 03, 2008

Las pasiones inútiles


La ventaja de ser vago a conciencia es que te permite dedicarte a cosas inútiles sin remordimientos. Los vagos auténticos sólo lo somos respecto a las actividades lucrativas o necesarias o impulsadas por la responsabilidad. A los vagos nos aterran las responsabilidades. Pero en cambio somos exhaustivos con las pasiones, en especial con las inútiles. Sólo un vago puede entregarse a la literatura, porque la fuerza que requiere esa pasión te deja sin capacidad de trabajo. De trabajo útil, quiero decir. Sin vagos no habría artistas del billar, o virtuosos del futbolín, no existirían los filósofos, ni los músicos, los actores ocuparían las oficinas y se dedicarían a sellar escritos, y los escritores dejarían de soñar, y prepararían oposiciones, y se arrojarían en manos del sentido común de Nabokov. No se es vago por incapacidad: se es vago por vocación.

Ser vago es compatible con la pasión inútil, porque ningún vago haría algo productivo, pero tampoco nadie con afán rentabilizador sería capaz de obsesionarse con actividades absurdas. Las pasiones inútiles son las que mejor definen a un ser humano, porque lo revelan más allá de la obligación.


Hace varios años me dediqué a lanzar cuchillos, hasta que acabé con los cuadernos de poesía de mi adolescencia. Y digo acabé literalmente, porque utilicé éstos como blanco. Los colocaba a tres metros en el salón del viejo piso de García de Paredes, y pasaba las horas mejorando mi técnica. Aprendí varias maneras, sujetando el cuchillo por la punta, por el mango, con un movimiento corto de muñeca, como si repartiera cartas de una baraja. Después comencé con los libros. Como por aquella época comenzaba a sentir el prurito literario, me gustaba abrirlos por la última página que hubiese tocado el acero, e intentaba hallar entre sus párrafos algún sentido. La sociedad tendía hacia lo útil, mi padre me intentaba convencer de que me decidiese a ganar dinero, y yo continuaba fascinándome con las pasiones inútiles, las improductivas, las que sólo aportaban placer. El placer me parecía una de las pocas causas dignas de defenderse. Lola, aquella amante a quien le gustaba tanto definirme, me dijo cierta tarde de verano:

- Tío, acabo de comprender lo que eres; un puto hedonistanarcoburgués, esclavo de tus pasiones.

En ese momento no se me ocurrió replicarle que, en efecto, lo era, pero sobre todo de las inútiles.


Pero volviendo a los libros y a los cuadernos de poesía, pronto los dejé en un estado próximo a la desintegración. Mi pasión inútil por lanzar cuchillos tenía un precio, y este era la destrucción de mi pasado como poeta amateur y mi futuro como literato profesional. La literatura la entendía también como una pasión, no sé si inútil, pero pasión, al fin y al cabo, y desde ese punto de vista no podía haber respeto, ni libros sagrados, ni tótemes, no había demiurgos en el planeta pasión, porque la pasión lo llenaba todo, y mi pasión por lanzar cuchillos acabó por llenar de agujeros los libros de la biblioteca de casa. Acuchillé la historia natural, la biología, apuñalé con placer a José María Pemán, degollé a Mario Puzo y a Charrière, destripé al doctor Jeckyll y a Mr Hyde, aunque no tardé en arrepentirme, pasé a cuchillo la edición gráfica de El Hombre y la Tierra, de Rodríguez de la Fuente, y a Poncela, y muchos otros. A cuchilladas me fui abriendo camino entre las letras, a puñaladas traperas, a tajadas, y poco a poco, de tanto convertirla en el blanco de mis lanzamientos, la literatura acabó siendo el objetivo de mi vida. Pero dejé en el camino un buen número de bajas. Una tarde, al llegar a casa, encontré a mi madre sopesando los daños. Al oírme entrar apenas se movió. Luego levantó la cabeza y me miró largamente. Sólo ella y yo sabemos cuán largamente.

- Siempre he sospechado que estabas loco. –dijo, terrible- Aunque no me imaginaba que hasta este punto.

Me pidió que no me acercarse más a sus libros. No iba en serio, desde luego, pero mi madre tenía una forma de decir las cosas que te hacía sentir como si le hubieses lanzado los cuchillos a ella. O como si ella estuviese a punto de empezar a lanzártelos a ti.


Entendí que lanzando cuchillos sólo conseguiría ensartar mi propia pasión, así que me orienté hacia otras actividades igual de poco útiles, pero más compatibles con la vida en sociedad. El billar, quiero decir, y francés, desde luego, nada de americano. En realidad lo que hice fue retomar, o canalizar, mi etapa en los Maristas, cuando me iba de pellas a los recreativos del señor Paco. El billar sabe a absentismo, huele a tiempo perdido, el billar no se libra de su aroma a delito, el billar, ah. Me levantaba temprano y recolectaba todo el dinero que veía por casa, y, con el botín, bajaba a aquellos Recreativos Iglesias. Allí las mesas usaban temporizadores, porque todavía no se había instaurado la nefanda y yanqui costumbre de las moneditas. Seguía todo el ritual, elegía el taco, comparando, comprobando, y luego tomaba una tiza no demasiado gastada y la aplicaba sobre la punta con un movimiento circular, uno de esos gestos aprendidos mediante la observación. Yo veía que en aquello, como en todo, el secreto estaba en las formas. Las formas dominaban, cubrían el mundo con su barroca marroquinería, pero luego tenías que jugar, demostrar algo más. Había que ganar, y, además, con estilo y arte. Tardé años en entender que ahí radicaba el problema, pero mi padre, siempre al quite, me lo soltó en cuanto tuvo la oportunidad.

- Para ganar hay que ser ganador. Y eso es como el talento: se tiene, o no se tiene.

Yo no lo tenía, obviamente, pero eso no me impedía visitar a diario las salas y disfrutar. Se goza más de la vida cuando no hay que demostrar nada, cuando tu único objetivo es el placer. La única demostración respetable es la que se hace de cara a uno mismo, y eso era lo que yo pretendía sobre la mesa de billar. La geometría de las carambolas me parecía una metáfora perfecta del matemático e intencionado azar de la existencia humana. La estudiada ceremonia de la tiza y el tapete, el preciso cálculo de tahúr, los alardes de vacilón de taberna. Se me rompían las horas, el mundo se reflejaba en el falso marfil.


La decadencia llegó cuando Zulema me regaló un taco. Había estado pensando durante días con qué agasajarme – el bendito carácter caribeño; adoraba hacer obsequios-, y una mañana se presentó con aquel paquete alargado.

- ¿Qué es? ¿Un fusil? –dije, sin decidirme a desenvolverlo (me encantan esos momentos de incertidumbre). Zulema me observó con su paciencia tropical.

- Algo así, pero déjame, déjame, que de pronto lo rompes. –dijo, quitándomelo de las manos. Era un taco precioso, de madera oscura, parecida a la caoba, con apliques de metal cromado y arabescos grabados a fuego. Zulema lo montó con una destreza que incluso le sorprendió a ella misma, y luego me lo entregó y se quedó mirándome, esperando, qué se yo, que me lo pasase por detrás de la espalda y dibujase una carambola en el aire, que demostrase, en definitiva, que sabía qué hacer. No me quedó otro remedio: su cara, llena de expectativas, me indujo a colocármelo entre las piernas, en estado de erección.

- ¡Eres un guarro! – con la cara de cabreo de Zulema me pasaba como con la expresión de cordero Pascual de Virginia: me producía una sensación ambigua, entre las ganas de llorar y la excitación. Contuve el deseo de acariciarle los pechos y guardé amorosamente el taco en su funda (lo enfundé). Después fuimos a tomar unas copas por Malasaña. Por supuesto, perdí el taco a las tres de la mañana, completamente borracho. Hasta hoy, no me he atrevido a decírselo.


Entonces entendí que las pasiones no deben ser programadas, porque la programación acaba con la pasión, sea o no inútil. La programación es, a su modo práctico, también inútil, porque la vida se resiste a dejarse programar, la vida surge, como la selva amazónica, bajo el asfalto de las carreteras, destrozándolas. La vida no deja de ser, también, pasión inútil.

Antonio López del Moral Domínguez