Thursday, May 03, 2007

Ciudad Cartel


Peluquerías afro, fruterías tropicales, locutorios telefónicos, conexiones a internet, tiendas de todo-a-cien regentadas por chinos, kebabs, Madrid invavido, Madrid, repleto, Madrid diferente, un Madrid que me sorprende de nuevo cuando paseo por el centro, a mí que ya no encontraba alicientes en esta ciudad, un Madrid que muchas veces no reconozco, pero que me gusta, que ha cambiado, que no se anquilosa, un Madrid que se abre y permeabiliza, que se somete a ósmosis, que bulle. En el modernísimo París descubrí hace muchos años el tribalismo oriental de los kebabs, y junto a ellos esas fruterías que abren 24 horas y en las que venden naranjas por unidades a precios imposibles, y poco después, en Nueva York, vi algo parecido, establecimientos siempre abiertos, pero allí lo que vendían eran coca-colas y corn flakes, símbolos interiores del imperio. Pasan varios años, estamos en Madrid, y de pronto llegan las tiendas y reemplazan las agonizantes casquerías, reducidas ya al papel de salas de autopsia donde las ancianas compran bofe para sus gatitos, carnicerías agotadas, ferreterías tristes por la soberbia del Leroy Merlín, barberías que por perder han perdido hasta el nombre, y ahora se llaman algo así como centros de estilismo. La palabra “comercio” me parece horrible, igual que “producto”, o “servicio”, es el vocabulario de la nueva economía, sustantivos sin peso y sin personas que han ido desplazando a los viejos peluqueros, los horteras que ahora son algo muy diferente, los ferreteros que ya no venden imanes, los panaderos que, de pronto, son dueños de boutiques. Sustantivos de economía nueva que se opone a la llegada de Los Otros, que habla de aranceles, de barreras, que propone matar pateras a cañonazos, ese capitalismo que ha terminado por fagocitar todas las tiendecitas dentro de la lógica cruel del Centro Comercial. El estado de cosas se encontraba en un punto muerto, las aguas se habían remansado y el sistema respiraba al fin, hasta que, de pronto, surgen, o resurgen esas tiendecitas, revisadas, reescritas, rediseñadas, y ahora las regentan chinos, árabes, sudamericanos, que no se han enterado, o quizá no quieren saber nada, de la citada lógica.

Hace tiempo inventé un personaje en una novela, y tiempo después le encontré en la vida real (aunque a menudo me ha ocurrido el fantasear sobre algo en un relato, y después ese algo, más o menos modificado, ocurre, como en las historias de Roald Dahl, o las más kafkianas y mejores de Juanjo Millás. La ficción empieza a resultar peligrosa, la literatura, cuando invade la vida y viceversa, se convierte en un monstruo que se escapa de nuestras manos, y de esto ya escribió Mary Shelley, pero yo sigo temiendo hablar de la muerte, por lo que pueda ocurrir). Mi personaje en cuestión era Abdul, dueño de un videoclub en Chamberí, hombre ilustrado, egipcio, neurocirujano y amante del cine y la literatura, una de esas personas con las que apetece conversar durante varias horas, una compañía gratificante y esclarecedora, y, de hecho, mientras escribía mi novela pasé muchísimo tiempo a su lado, y me encantaba sumergirme en las escenas en las que aparecía, como un duende que viviese con autonomía plena en mi mundo imaginario. El germen de Abdul ya existía en un relato que había escrito unos años antes, La Sonrisa de Mohamed, y mi idea del personaje se basaba en estereotipos sobre la filosofía oriental y la más espiritual idiosincrasia árabe. Pues bien, hace un par de meses fui al centro de Madrid a pasear en solitario (es la única forma de pasear: lo contrario es conversar andando, o caminar en silencio junto a otros), y, como suelo hacer, me perdí por la Gran Vía, Sol, bajé hasta la FNAC y compré algo de música para regalar. Aún tenía pendiente qué escoger para mi compañera y amante, pero la elección era difícil, pues a ella le gusta la literatura y las flores de madera, los objetos de escritorio, los muebles de diseño antiguos, y todos esos regalos los había seleccionado ya en alguna ocasión. Mientras salía de la FNAC pensé que también le gustaba el sexo, sexo vaginal y clitoridiano, aunque últimamente tendía más hacia lo vaginal. Cuando pasé por delante del Sex Shop de la calle Ballesta, tradicional rincón de prostitución, putas viejas, frías y enganchadas que observan desde los portales, como agotadas gárgolas en hornacinas, al pasar por delante de aquella tienda extraña, decidí entrar a echar un vistazo.


El primer encontronazo estuvo a punto de hacerme volver sobre mis pasos: al bajar por aquella escalera que parecía llevarme a un sótano prohibido, una bodega, un nicho, al empujar su puerta de discoteca infestada de neones multicolores, como una atracción de feria, me topé de bruces con una mujer alta y semidesnuda que se me quedó mirando con absoluta seriedad.

- Buenas tardes. –dijo, y en sus ojos pardos pareció aletear brevemente una sonrisa. Entonces me fije en que su desnudez estaba recubierta por una capa sutilísima de esas lentejuelas de colores en miniatura, esos brillos breves que sugieren humedad de champán, reflejos de fiestas, lámparas de guiños fosforescentes a flor de piel. Me sentía tan cohibido por su presencia, sobre todo, me sentía tan absurdo allí, con mi aspecto de cualquier cosa menos de amante que busca un regalo sicalíptico para su amada, que, intentando patéticamente afectar naturalidad, señalé hacia las vitrinas en las que se encontraban, burlones, absolutamente explícitos, los penes de goma, y dije:

- Eh, sí, quería comprar algunas cositas.

La sonrisa aleteó nuevamente en sus ojos, y luego me hizo un gesto con la cabeza y señaló hacia una barra tras la que había un hombre que hasta ese momento había permanecido oculto, perfectamente mimetizado con la penumbra. Me acerqué a él, aún más cortado, porque siempre resulta violento para un hombre, incluso para un bi u homosexual, comprar un pene de goma, un juguete erótico, uno experimenta el prurito de dar explicaciones, no es para mí, es un regalo, uno siente deseos de salir huyendo, pero había algo en aquel individuo, su calma interior, su filosófica manera de comportarse y de mirar, que inducía a la calma y a las confidencias. Ambientes oscuros y carmesíes, penumbras narcolépticas, cientos de revistas pornográficas en las que mujeres se llenan la boca, mujeres se solazan en el esperma brillante de los cuartos rojos, hombres penetrados por otros hombres, el esperma y su figura literaria sintetizada en la capa sutilísima de lentejuelas en miniatura que vestía la mujer que me recibió, sus pechos bañados en la metáfora, vitrinas con cinchas, peligrosísimos botecitos de popper, ungüentos, condones de sabores, vaginas vibrátiles, monstruosas en su autodeterminación, muñecas hinchables que nos contemplan con la boca abierta desde su cárcel de cristal, sorprendidas por el destino abortado de sus sueños de fresa y látex, todas aquellas cosas, que, curiosamente, en esta tienda que no era una tienda en el sentido de comercio que decía antes, sino más bien un local, algo más cercano a una biblioteca, a un cine, perdían su calidad de “productos”, de “mercancías”, y se convertían en “objetos”, en una categoría ontológica superior. Objetos absolutamente personales, objetos que se impregnarían, que quedarían irremediablemente recubiertos del ADN de sus dueños, como pruebas judiciales del placer o la depravación consentida, un grado más del sexo, una alternativa de sicalipsis, la piel, la carne, la humedad, reinventadas, estiradas, mordidas, la intimidad es algo que huele a vida, y la vida a veces huele maravillosamente mal.

El hombre estaba leyendo un libro, y cuando advirtió mi presencia y mi azoramiento, se apresuró a conducirme a la vitrina.

- ¿Busca quizá algo de esto?

- Lo cierto es que sí.

Me ayudó a escoger con la calidez del profesional, del hombre que se encuentra más allá de la comprensión, y la experiencia de comprar aquel pene de látex fue gracias a él absolutamente gratificante. Su manera de aconsejarme, la pregunta que me hizo acto seguido (“¿lo querrá envuelto para regalo, verdad?”), su aire de diplomático apartado a conciencia de las embajadas, su savoir faire de hombre de mundo, resultaron tan agradables que después de que envolviese el regalo y tras devolverme la VISA, permanecí un rato charlando con él. Me explicó que había tenido que marcharse de su país Egipto, porque allí no se podía vivir, me dijo se había separado de su mujer antes de tener hijos, y que en realidad nada le ataba a aquella zona, no creía en la nostalgia, el tiempo presente era mucho más importante que los recuerdos, y éstos, añadió con una sonrisa, son rémoras que nos impiden avanzar en la vida, parásitos de los que convenía desprenderse lo antes posible si uno quería quedar libre para nuevos amores, nuevas vidas.

- Ni siquiera echo de menos mi trabajo, y era lo que más me gustaba de allí.

Le pregunté a qué se dedicaba, y me respondió que era neurocirujano, pero que en realidad había descubierto que lo más interesante de la mente humana era lo que no se podía tocar con un bisturí, y mientras hablaba, en uno de esos instantes esclarecedores, una variación metafísica de la magdalena proustiana, me di súbitamente cuenta de que me encontraba frente a Abdul. Abdul, Abdul, mi personaje, repentinamente materializado frente a mí, Abdul, de origen egipcio, llevaba casi veinte años en España, en El Cairo era neurocirujano, pero la vida, explicaba con filosofía, ah, la vida, y la mujer desnuda se acercaba a él y le sonreía, y Abdul, quizá incluso se llamase así, Abdul le devolvía la sonrisa y como por casualidad, con naturalidad de amante viejo, le acariciaba una nalga, cuando llegó a España las cosas eran diferentes, la sociedad no era tan violenta, sabe usted, hablaba con calma y distanciamiento irónico, hablaba con sabiduría, charlamos durante casi veinte minutos yo estaba fascinado por el descubrimiento, por la forma peculiar e inversa en que mi literatura había saltado hasta mi vida, y no al contrario, como solía ocurrir, y después de un rato nos quedamos en silencio, y me sentí tentado de contarle que yo había ideado un personaje como él, y que ahora de pronto le encontraba, y pensé que seguramente entendería la singularidad de la situación, que sonreiría con aquella filosofía suya y me contaría algo interesante, pero inmediatamente me dije que quizá se rompiese entonces la fragilísima conexión, que si revelaba el secreto tal vez nunca podría escribir sobre ello, y no quise siquiera preguntarle su nombre, y le dije adiós. Salí de nuevo a la Gran Vía con el pene de látex cuidadosamente envuelto en papel de regalo, me sumergí de nuevo en la vida, en la luz, en los coches, en la cadencia amortiguada del ajetreo diurno, y las sucesivas capas de cotidianeidad, de raciocinio y de obligaciones me fueron haciendo bajar hasta la realidad, peluquerías afro, fruterías tropicales, locutorios telefónicos, kebabs, Madrid invadido y repleto, la ciudad infiel que describí en uno de mis primeros relatos, ciudad cartel, y acaricié el regalo que llevaba para Irene, y sentí, de pronto, la vivísima punzada del deseo entre las piernas.

Antonio López del Moral Domínguez

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