Monday, February 21, 2005

Un domingo cualquiera

Algo huele a podrido en la cosa constitucional, algo huele a podrido, y yo no he sido, algo apesta, algo hiede, algo perturba la hilarante y gazmoña celebración, algo deja un poso de amargor y lejanía, de cansancio y cachondeo, de carcajada breve, o rota, o descompuesta. Se nos rompió el amor, de tanto usarlo, se nos quebraron las urnas de cristal, urnas que no guardan papel, sino cenizas, urnas vacías de sentido y lluvia. Nos quedamos en casa los hastiados, los descreídos, los lúcidos, los otros, salimos a pasear nuestro cansancio por las calles vacías de la historia, corrimos, amor, tan de la mano, a buscar patatas fritas y refrescos, mas los chinos, joder, siempre los chinos, nos cerraron las puertas de sus tiendas.

Madrid era una ciudad vacía, tan vacía que casi parecíamos estar en una final de fútbol, y no en una cosa pseudodemocrática, como esta. En Madrid soplaba el viento frío de febrero y lucía el sol helado de la ausencia. Un domingo cualquiera, una quietud, un día de fiesta sin festejos. No servían vermús en las terrazas, ni panchitos en los bares desolados, las televisiones ofrecieron su basura, la mierda que devoramos entre horas, el tiempo se nos fue escurriendo entre los dedos, y esa tarde, corazón, no hicimos sexo, no nos besamos por las sombras de la casa, no nos perseguimos desnudos por los parques, porque hacía tanto frío, coño, que cualquiera se despelotaba en Madrid.

El frío, el frío, esto es Europa. Ahora, mientras escribo, luce el sol y está nevando, y esa curiosa contradicción, esa bella tautología, me parece que simboliza bien el cadáver exquisito que se oculta en la trastienda de la cosa constitucional. Tenemos que sacar ese cadáver del armario, tirar de su mano podrida y pesarosa, la mano de un obispo que se deja besar, la mano regordeta del gerente que, mientras te despide, te la ofrece blandamente para que la estreches, porque tampoco es cuestión de perder las formas.

La mano que mece el producto, la mano negra que escribe, o que no escribe. Porque tampoco hay mucho que escribir, o sea. La constitución es una estafa, ya se ha dicho aquí, la constitución sólo es la consagración de la primavera, pero no la de Praga, sino la de Wall Street, o Londres, o París, o la Pasarela Cibeles, que viene a ser lo mismo. La constitución nos constituye no como ciudadanos, sino como mano de obra barata e intercambiable, la constitución se ilumina con la pira funeraria del sindicato, de la asociación, del trabajador, de la jornada de ocho horas, la constitución se escribe a medida del empresario, o sea, no le añada muchas normas, que como me las voy a terminar saltando todas, tampoco es plan de ponerle puertas al campo.

Así que todo el mundo contento con la farsa, nos cargamos los nacionalismos, tan del siglo XIX, nos merendamos las conquistas sociales, los avances, establecemos el macromercado globalizador y el que venga detrás que arree, cada perro que se lama su cipote, y marica el último. Es lo que tiene el capitalismo salvaje, cuentan los beneficios, los resultados, y todo lo demás sólo es adorno, la espuma de los días, el chocolate en casa Hansselman del que hablaba Roseta Loy, que situaba su historia en la Segunda Guerra Mundial, pero que tampoco tiene mucha importancia.

Prietas las filas, constituido un estado burocrático, con su constitución y todo, que refrende el status quo empresarial, lo próximo es la creación de un gran ejército que contribuya a defender las fronteras y ya puestos, a declarar un par de guerritas, que siempre hay países tercermundistas susceptibles de convertirse en amenazas para la paz mundial, usted sólo dígame de qué recursos naturales, petróleo, o cualquier otra cosa, dispone, que las balas y las bombas las pongo yo. El ejército, la policía, y ya estamos todos, y mucho ojo con desmadrarse, que ya me ocuparé después de que las fotos de la paliza no salgan en los periódicos. Porque esa es otra, la concentración de empresas también afecta a los medios de comunicación, así que para qué queremos más: constitución única, moneda única, estado único y pensamiento único. El estado uniformizador, oséase, qué guay.

Madrid estaba vacío, el sol y el soplo helado de febrero lo arrasaron todo, como un viento nuclear. Fuimos esta vez mayoría, amor, fuimos más los que no quisimos votar, los que nos negamos a participar en esta farsa, pero la sacaron adelante, con menos de un tercio de los votos. La refrendaron, la aceptaron, la pusieron cruda para cenar, en el telediario de las nueve, otra fiesta de la democracia. Una fiesta sin orgasmo, sin alcohol, sin alborozo, una movida triste de febrero, una tristeza post coital, un polvo seco, una sonrisa amarga, otra mentira. Se empeñan en que participemos, se obsesionan con que estemos felices, corazón, y que convirtamos en un día especial, con nuestra aceptación bovina, lo que sólo fue, a pesar de todo, un domingo cualquiera, pero volviendo a Hamlet, como decía al principio, algo huele a podrido en todo esto, y quizá la cuestión se reduzca a lo que decía aquel príncipe shakesperiano: ser, o no ser. Yo es que, francamente, no me veo.


Antonio López del Moral Domínguez

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