Wednesday, August 29, 2007

Pacumbral


Nunca me han gustado los obituarios ni las necrológicas, aborrezco los epitafios y las dedicatorias tardías en coronas de flores tiernas que, tan pronto, ay, se secarán sobre el mármol. La muerte es una estación de paso en la que te ves atrapado para siempre, una brusca caída desde las alturas de tu irrelevancia. Sólo nos duele la muerte cuando nos roza, cuando toca a alguien a quien amamos, a quien conocemos bien, a quien necesitamos de un modo u otro en nuestra vida. Reconozco que cuando pasó lo de Diana de Gales o cuando la palmó Lola Flores, no conseguí entender las explosiones de dolor popular, me parecieron extemporáneas, exageradas, totalmente distorsionadas por sentimientos vulgares. Y ahora, de pronto, Umbral.

Umbral es algo más que uno de los tres mejores escritores españoles del siglo XX (junto a Cela, su maestro, y Delibes, su primer jefe). Umbral es más que su propio personaje destilado, triturado, masticado e instilado en las páginas de una obra tremenda. Umbral es algo más que un superdotado, algo más que un clásico vivo, algo más que el mejor columnista español de todos los tiempos, para mí por encima de Larra. Umbral es otra historia, la suya propia, y encima contada a su manera, toma ya.

Recuerdo que cuando comencé a leer periódicos, hace ya 20 años, me llamó un día la atención una columna escrita en endecasílabos. Con dos cojones. Me quedé tan alucinado que tuve que releerla. A la tercera comprendí que aquello era algo fuera de lo común, no se parecía a ningún otro columnista, y mira que había. Aquel tipo, Pacumbral, destacaba tanto que llegaba incluso a producir una sensación extraña de enajenación, un dejà vu literario que te retrotraía a autores que no habías leído nunca. Porque todos estaban en Umbral. Poco a poco, según fui ampliando mis lecturas, descubrí en sus columnas -que nunca perdonaba-, trazos de Larra, pedazos de carne de Quevedo, vocablos duros como piedras y olorosos como morcillas frescas de Cela, esperpénticas espantadas de Valle Inclán, y todo ello ambientado en una atmósfera del Madrid de posguerra, un Madrid de cigarrillos negros liados, criaditas y militares con maleta y café Gijón. Hay muchas literaturas, y todas, insisto, estaban en aquel Umbral con el que yo chocaba de bruces, deslumbrante, sorprendente, ora jocoso, siempre irónico, de pronto lírico, tierno, melodramático, costumbrista, provocador, evocador, memorioso e incansable.

El misterio de Umbral me persiguió durante mucho tiempo, no conseguía entender su sutilísima singularidad, me costaba trabajo, me despistaba, porque tan pronto me llevaba por los cauces de un estilo que me resultaba familiar (me recordaba a alguno de los autores que he citado antes), como súbitamente daba un quiebro, me clavaba en el culo uno de sus increíbles neologismos, y me dejaba con un palmo de narices, mirando al tendido y pensando aún en Quevedo, mientras él ya andaba por Larra. Durante un tiempo pensé que era una especie de Proust a la madrileña, con la magdalena mojada en whisky y a la sombra de las muchachas etcéteras, las ninfas verticales que resbalaban a veces húmedamente por sus novelas, y que te enseñaban los pechos a la manera de la Aurorita de La Colmena. Y finalmente llegué a la conclusión (conclusión es el punto exacto en el que uno se cansa de pensar) de que con Umbral no hay conclusión posible, porque su extraordinaria obra es una esponja, un papel secante que absorbe todo a la vez, vida, sexo, literatura, fiestas, whisky, dolor, felicidad, amargura y teclas de una underwood clásica que él convertía en daguerrotipo, fijando en el papel las imágenes recogidas a diario en la calle.

En Umbral no había separación entre la vida y la obra, escribía para vivir, vivía para escribir, escribía sobre la vida y vivía, en fin, donde le pillaba. En Madrid, o sea. Umbral era Madrid, y ningún otro autor ha retratado con tanto acierto los vaivenes de la ciudad, ningún autor le tomó el pulso a la movida madrileña como él, nadie colegueó al mismo tiempo con Ramoncín y con Cervantes, nadie utilizó en sus obras simultáneamente citas de Schopenhauer y frases robadas de una pintada en un edificio ocupado del Rastro. No se puede entender la transición sin las novelas de Umbral, pero es que tampoco se entiende la posguerra, ni el tardofranquismo (expresión acuñada por él), ni el tardofelipismo, ni a la gente guapa, ni a la jet, ni a los sociatas, ni a Corcuera con mono de electricista, ni a Barrionuevo con su cara de boxeador sonado, ni a Anguita, ni al cubalibre, ni a Tierno Galván, ni al loro que pasó a la historia. Umbral se despelotaba en cada libro, en cada artículo, en cada frase, no había en él ni una sola palabra sin idea, ni una sola idea que no apareciera tan brillantemente expuesta que uno no sabía si quedarse con el fondo, o con la forma, o con los últimos restos del whisky de su vaso sempiterno. No se entiende tampoco a Mercedes Milá, que después de aquello se arrojó al barro mediático de los grandes hermanos, ni se comprende el Viagra, ni el pádel, y si este deporte absurdo se ha puesto de moda, fue sólo porque Pacumbral nos contó que Pedrojota se iba a jugar a mediodía con Josemari, en el Palestra, ya me entienden. Los periódicos, sin su columna, sin sus frases y sus quiebros, sin sus cotilleos, se convierten en meros boletines, en tristísimos despachos de agencia que tiemblan sobre la mesa, antes de caer abiertos por la sección de necrológicas, sobre la esperada flor de la última columna, esa que nunca llegó. Se ha roto la realidad, y esta vez no tenemos a nadie que nos lo cuente. Chao, Paco. Espero que le digas a Dios que has venido a hablarle de tu libro.

Antonio López del Moral Domínguez

2 comments:

Anonymous said...

Gran post, Antonio. Me ha hecho recordar tantas cosas...

Infidel said...

He descubierto tu blog desde el foro de El Mundo. Y enhorabuena, el artículo/post es memorable. Bonito homenaje al último dandi.
Un saludo.