Thursday, November 25, 2004

Chávez, un suponer

El principal (que no el único) problema de la derecha es su peligroso escoramiento hacia la sinrazón, un suponer. Imaginemos –un suponer, ya digo- que esa derecha detentase de facto el poder económico, o sea, que fuesen los dueños de los consejos de administración de las empresas, de las empresas propiamente dichas, de los bancos, y de las universidades privadas, y, ya puestos, de una buena parte de los medios de comunicación. Sigamos imaginando –suponiendo, supongo- que además tuviesen acceso directo a las conciencias de los ciudadanos a través no ya de los programas del prime time, que para eso está la telebasura, que también, sino de alguna organización de tipo filosófico, o religioso, una organización que todos los días crease opinión por medio de los púlpitos, y cuyos principales representantes apareciesen cada dos por tres en esos medios de comunicación afines para impartir doctrina (y no, por favor, no imaginemos que esa organización de tipo religioso o filosófico tuviese asimismo en sus manos una parte importante de la enseñanza privada y concertada, no, eso sería ya demasiado, ¿no les parece?).

Sigamos suponiendo, un suponer, que esa oligarquía tendente por naturaleza a acaparar, a incrementar su fortuna (o a amasar, como se decía antes), y a mantener a toda costa sus privilegios, se viese de pronto amenazada por algún partido político que, en su ideario, incluyese cosas tan “peligrosas” como el reparto equitativo, la laicidad del estado y su independencia frente a esas organizaciones religiosas o filosóficas, que paguen más los que más tienen, que se protegiesen de forma efectiva los derechos de los trabajadores, que se garantizase un sistema de educación, de seguridad social y de seguridad ciudadana financiada por todos, etcétera, etcétera. Imaginemos eso, y, entonces, pensemos que haría esa supuesta, imaginada, ficticia y poderosísima oligarquía ante la perspectiva de una clase social emergente, tradicionalmente humillada, que de pronto empieza a despertar y habla de cambiar la realidad, de tomar el poder, y por ahí. ¿Cómo reaccionaría entonces esa mafia del baile?

Podría elucubrar mucho sobre ello, escribir los augurios más tristes esta noche, amor, pero prefiero volver la vista atrás con ira y repasar un poquito de la historia. En España, en 1936, esa oligarquía (o derecha, por llamarla de otra manera. O Partido Popular. O Iglesia. O bancos), propició un golpe de Estado sangriento que desembocó en una de las guerras civiles más dolorosas del siglo XX, una contienda en la que murieron miles de personas y que culminó con cuarenta años de dictadura, cuatro décadas de soledad, un tunel negro de sotanas y pistolas en el que, para avanzar, había que ir siguiendo en el suelo el reguero de caspa. En ese pasillo oscuro y lleno de fotos de viejos con parche en el ojo, las oligarquías afianzaron su poder, tomaron por completo el cortijo y se repartieron los cargos de las empresas más grandes, hicieron la astilla del botín, y cimentaron las bases de la sociedad en torno a los tres pilares básicos de Dios, Patria y Justicia, que en realidad quería decir Dios, Pasta y Presbicia, o, por decirlo de otro modo, cortedad.



Después llegó la democracia, y aunque algunos se inquietaron, las viejas oligarquías de crucifijos, nobleza y empresas familiares comprendieron rápidamente que la democracia no era un peligro, siempre que se tratase de una democracia capitalista. Así que se apresuraron a apoyarla, eso sí, con la guinda de la coronita, había que mantener las formas, que las formas son importantes, ya se sabe, y además el reyecito tiene formación militar, que nunca viene mal. De modo que, vale, aceptamos democracia como animal de compañía, pero no me toques los márgenes de beneficio, que enseguida vamos a pasar a llamarlos cash flows, y ya verás qué guay, cómo cambiamos todos y qué modernos nos hacemos.



En esa supuesta democracia de esta supuesta, imaginada, ficticia y desdibujada historia, sin embargo, no se podían cuestionar ciertas cosas, porque entonces todo el mundo se te echaba encima, y te colocaba en el culo la marca de fuego, la flor de lis de eso que todos ellos, la Iglesia, los bancos, las oligarquías, siempre habían sido: antidemocráticos. Lo peor ahora es ser antidemocrático, porque, como todos entendieron rápidamente, la democracia capitalista es mejor negocio que las dictaduras fascistas, está mejor vista, así que ni la rocen, por favor, y extendámosla por el mundo, y que viva la buena nueva. No seamos antidemocráticos con esta supuesta democracia de banqueros y empresarios, no pongamos en tela de juicio esta farsa con corona, en la que los hijos, nietos, sobrinos y bastardos del dictador y de los aspirantes al trono se pasean por los programas de telebasura, escupiendo chorradas.

No cuestionemos, porque los que cuestionan desde propuestas alternativas, enseguida entran en el saco de los marginales, los terroristas, los extremistas, los iluminados, o, como decía Aznar, en tono apocalíptico y casi echando espumarajos por la boca, los comunistas. Así que sin cuestionar, prietas las filas, apoyemos y aplaudamos las democracias con denominación de origen, como la americana (en la que el olor a puchero ya revuelve muchos estómagos), la de ese curilla con nombre de botellón del parlamento europeo que se opone a los gays, a las mujeres, a las parejas de hecho, y a todo lo que no huela a iglesia. La democracia de Berlusconi, que propone bombardear las pateras, o la de Puttin, especialista en gasear teatros, o la de Ucrania, con más pucherazos, o las “democracias” grabadas a fuego en Irak, donde pretenden celebrar elecciones con los que sobrevivan a las bombas (ya se sabe que el capitalismo se basa en la ley del más fuerte), o las de Palestina, que, por no tener, no tiene ni territorio... En fin, podría seguir con las democracias más tristes esta noche, amor, pero resulta que de lo que habla la gente es de la antidemocracia: la de Fidel, que, joder, es que es un dictador, ¿no?, o la de Chavez, que es que quiere estatalizar el petróleo, y las empresas, qué personaje.

Se habla, sí, de antidemocracia, pero, ¿cuál? ¿La que se opone a la hegemonía de las empresas, a la globalización, a Microsoft y sus secuaces, a la Europa del capital y la América de las bombas, la que no se traga el cuento del pueblo elegido, la que entre morir de un navajazo en el metro de Nueva York o de hambre en las calles de La Habana, elige lanzar una piedra contra los cínicos y los escuálidos (con perdón)? Antidemocracia, sí, la que no quiere seguir negociando, porque en la negociación el débil siempre pierde, siempre es manipulado, siempre sufre amenazas, o sobornos, la que no quiere sentarse en una mesa con su opresor a negociar la longitud de la correa con que le atan, porque está acostumbrado al aroma del grisú, y no de la lavanda. La que no transige con sobornos, la que no acepta medias tintas, la que se rebela contra esta Matrix del siglo XXI en la que el agente Smith se pone las gafas oscuras, pero para que no se le note que está muerto de risa.

Si la democracia es participación, entonces participemos, contribuyamos a crear ese algo nuevo de lo que nadie se atreve a hablar, y que en el fondo todos imaginamos. La sociedad en la que vivimos no es ya que tenga contradicciones, es que basa su esplendor en el fuego en el que se queman los desarrapados de todo el mundo. Es indecente que mueran de hambre no me acuerdo cuántos niños diariamente, que la malaria u otras enfermedades hagan estragos, y que las multinacionales del medicamento continúen con sus políticas de patentes. Es repugnante que empresas de todos conocidas hagan campañas a favor de la solidaridad, mientras en sus delegaciones del Tercer Mundo chavales de menos de 12 años trabajan en jornadas sin jornal, jornadas a chorros. No hay derecho a que se vaya hablando de democracias capitalistas a países estrangulados por la deuda externa y sangrados por las multinacionales de la globalización, no tiene sentido continuar con el discurso de la optimización de la empresa, de la bondad de la hamburguesa y el saneamiento de la economía gracias al despido libre y la privatización de lo público. No podemos continuar haciéndonos fotos con asesinos de corbata y padrenuestro, con criminales de biblia, horca y crucifijo, con fascistas recauchutados y transformados por la magia del márketing en neo-cons, en liberales, o, simplemente, en apolíticos.



Y en medio de todo esto, se monta el pollo porque un tal Zapatero recibe a un tal Chávez, y se critica que se haya apartado del club de los poetas violentos, y que ahora se ponga del lado de marginales como Lula Da Silva y otras especies del Cono Sur. Se pone el grito en el cielo porque un tal Moratinos diga que un tal Aznar apoyó el golpe de estado contra ese tal Chávez, cuando resulta que en su partido aún hay muchos que se niegan a retirar símbolos que conmemoran el otro golpe del que hablaba al principio, el del 36, y que el gobierno de su socio de saloon, con sombrero, y botas, y todo, tiene un amplio historial de apoyo a cuartelazos (uno de ellos, por cierto, cayó también en 11S: fue el que acabó con Salvador Allende).

Se ataca al del PSOE por sus declaraciones, pero nadie arremete contra el patrimonio que la familia del dictador Franco aún posee, contra el nepotismo (poco) ilustrado de los descendientes de los del régimen, contra asuntos como el de que la presidenta de la Comunidad de Madrid ocupe ilegalmente un cargo, después de que empresarios afines a su partido sobornasen a dos diputados. Se critica que España mire hacia otro lado cuando le piden que traiga las bebidas, y que hable con Los Otros, y que en lugar de dar cabezazos y de inclinarse miserablemente ante los americanos, ahora se niegue a levantarse al paso de su bandera, pero nadie se acuerda de la sonrisa meliflua de Aznar, de su expresión de sinceridad absoluta cuando dijo, mirando a cámara, aquella otra patraña suya de las armas de destrucción masiva, de cómo regresó de Tejas hablando en guacamole mientras en Europa era patéticamente ninguneado.



Yo personalmente, prefiero no apoyar más a los fuertes, a los de la mirada torcida y la sonrisa afilada, a los de los bigotes y los trajes, a los que dejan que les limpien los zapatos mientras consultan la cotización de la bolsa en el PDA. Yo personalmente prefiero alinearme con los no alineados, con los que no tienen nada que perder, con los que mueren a hierro y lloran plomo, con los que han sujetado a su hijo muerto en brazos, con los que han visto a un bulldozer tragarse su casa, los que no tosen en presencia del amo para que no les despidan. Yo no creo que las cosas puedan continuar así, no puedo sencillamente mirar hacia otro lado, yo no estoy de acuerdo con que vivamos en el mejor de los sistemas, ni con que la política sea el arte de lo posible. ¿Qué hacer? Que les pregunten a los clásicos, que sobre esto ya se ha escrito mucho.



Antonio López del Moral


Tuesday, November 16, 2004

¿Novelas? ¿Qué novelas?

Dicen que la novela ha muerto, lo cual es tanto como decir que ha muerto Copito de Nieve, esto es, ha muerto alguien que no existe, una entelequia, un zombi, una ficción, porque la novela no ha existido nunca y Copito de Nieve no es Copito de Nieve, sino un gorila con canas.

La existencia de la novela viene del afán taxonómico y clasificador de seres humanos que se empeñan en buscarle tres pies a un gato que tampoco existe, el gato invisible de Alicia en el País de las Maravillas, que tampoco es una novela, es el regalo de un padre a una hija.

En el principio no había novela, había poemas épicos que transcribían la tradición oral, pero que no se leían, sólo partituras que interpretaban con mayor o menor fortuna los trovadores. El mundo era perfecto en su cortedad imaginativa, hasta que llega la Celestina, y poco después el Lazarillo de Tormes, terremoto, todo al revés, y sobre la desnuda tierra, ¡por fin! literatura en estado puro, subversión brutal de lo que hasta entonces se entendía difusamente como un nuevo género, más allá de los poemas épicos de Homero y los cuentos de los trovadores.

Surge esa narración en primera persona, y el camino se parte, se bifurca, y de ese modo tenemos por un lado a los alegres juglares, empeñados en contar historias ejemplarizantes que rimasen, y al Lazarillo de Tormes, pura voz, puro lenguaje, literatura preciosa y pulida, como diría García Márquez, como huevos prehistóricos. Y la máquina se puso por fin en marcha, y los buenos discípulos crearon escuelas y aprendieron, hasta llegar a Quevedo, que fue la cima, el máximo exponente de la literatura, no de la novela, porque, ya digo, la novela no existe, es como Copito de Nieve, un falso gorila blanco que termina por morir de aburrimiento e inacción. Pero justo entonces, cuando parecía que estábamos en el buen camino, surge Cervantes y la inventa, y la novela nace pero muere también en el Quijote, para qué se iban a escribir después más novelas, si Cervantes ya las había hecho todas.

Y, a pesar de ello, los dos caminos continúan separándose cada vez más en la misma dirección, y si uno tuvo que pasar por Proust, Miller, Joyce y Dostoievski, el otro nos llevó a Flaubert, Dickens, Vargas Llosa y Chéjov, aunque lo discípulos de este último (como Carver) jugaban con dos barajas, y hacían bien.

Cuento todo esto no porque pretenda hacer una clase rápida de literatura, un curso CCC acelerado, sino porque quiero entender cómo se llega a lo que se escribe hoy, y por qué se ha abandonado actualmente la novela en su sentido clásico, y se habla de su muerte, y por ahí. Hoy estuve charlando con mis amigos Ángela y Paco sobre literatura. Son chicos de veintidós, veintitrés años, no leen, y su comportamiento está impregnado de ese nihilismo feble tan de moda hoy en día, cultura de botellón, lecturas fáciles, sexo light y cine no cuestionado, lugares comunes, como el de no votar porque ninguna oferta política les satisface. No quiero parecerme a Haro Teqclen hablando de la juventud, las críticas acaban volviéndose contra uno, como serpientes que uno creía bien domadas, la crítica envenena, intoxica, lacera, la crítica, en fin, es como la inteligencia, una especie de droga. La crítica es inútil, pero Paco y Ángela se referían el uno a Nietzsche (filósofo, no novelista), y la otra a Jean M. Auel (novelista, por llamarle de alguna manera, más bien autor de best-sellers), y cuando yo me empeñaba en centrar la conversación sobre escritores más vanguardistas, como W.G. Sebald o Bohumil Hraval, ponían cara de pez y desviaban la atención hacia otros temas.

La novela no ha muerto, o quizá si, o quizá nunca ha existido, hace mucho que no hay novelas, hoy, que se publican más libros que nunca en España, y las vacías ficciones suenan como sartenes huecas en una cacerolada de fantasmas. No sé quién dijo que una persona seria deja de leer novelas a partir de los 40, pero es que la novela en sí es un concepto demasiado serio como para no tomárselo a broma, y ahí está si no Bryce Echenique, genio de sí mismo, que sin querer hacer novela la hace, con esa seriedad irónica del género. Novela, armazón caduco, novela, estructura mantenida artificialmente de pie frente al gigante del cine, novela que aún lucha contra los molinos de viento de sus detractores, entre los que quizá yo mismo me cuento.

No hay novelas, hay historias, y no hay historias, porque todo es pensamiento y lenguaje, Steiner, la semiótica, el estructuralismo y las teorías deconstructivistas son las ciencias que han añadido aires nuevos al arte, a eso que seguiremos llamando novela aunque no lo sea, porque, como diría Cortázar, de alguna forma hay que llamarla. Quienes hacen hoy novelas alimentan un cadáver exquisito que cada vez apesta más, y las academias en las que se siguen organizando seminarios sobre ella son como casas ocupadas por murciélagos (Fontes), en las que Los Otros preparan sesiones de ouija para convocar a las almas de los habitantes de Comala, donde vivía un tal Pedro Páramo.

No es novela, pero de alguna forma tenemos que llamarla, y en esta era de las tecnologías el pensamiento cobra su verdadero valor, la imagen ya no vale más que mil palabras, porque las imágenes hoy nos saturan, y lo que vale más que un millón de palabras es la idea. La idea, el pensamiento, no cotiza a la alza, pero la novela (no es novela, pero de alguna forma tenemos que llamarla), se salvará cuando eclosione hacia la idea, cuando rompa todas las estructuras, las tramas y los armazones, cuando se libere y descarrile de los raíles en los que la colocaron Cervantes y sus secuaces. La novela es más novela cuanto menos novela es, y este ditirambo absurdo, este silogismo en bárbara, encierra la única verdad sobre este género, que, como dice Vargas Llosa, no es más que mentiras.

La estructura se ha carcomido, devorada por el óxido del cine y el periodismo, y cuando Tom Wolfe habló del Nuevo Periodismo y Capote de la Novela de No Ficción, no intentaban más que ceñir una estructura a algo que ya no la tiene, una tautología que ha terminado por fagocitar su propio esqueleto, porque alcanzó por fin la libertad de la madurez, el desarrollo sin tutor. Por eso la novela (no es novela, pero etcétera) al morir deja paso a algo mucho más libre y prometedor, la novela no muere sin descendencia, la novela deja paso a la escritura, al verbo, a lo que fue en el principio, esencia de la literatura, alma de la poesía, del teatro, de la narración y también de la novela, que no es novela, aunque a estas alturas eso ya no le importe a nadie.

Curiosamente hoy, cuando la novela que no es etcétera ya empieza a no hacerse, lo que se vende son las novelas en el sentido más tradicional de la palabra. Ya se sabe que el gentío siempre va por detrás, y así Michael Chrichton, Peter Berling, Pérez Reverte, triunfan, los best sellers abarrotan las librerías, y el mayor éxito editorial de los últimos años es Harry Potter, lo cual podría interpretarse como que el público es más infantil, más simple, menos exigente, y no quieren que le compliquen la vida (es la misma razón por la que, en política, triunfa la derecha: el deseo de no complicarse, de no embrollar el panorama con filosofías, con planteamientos, con programas, conduce irremediablemente al pragmatismo desideologizado del conservadurismo. Por eso a la derecha le interesa que se lea a Harry Potter, o a Pérez Reverte, o, qué diablos, directamente que no se lea). Novelas ligeras, historias suaves, personajes que no tengan caras ocultas ni cuartas dimensiones, es mejor comprender a la primera que perder el tiempo en intentar profundizar, sobre todo cuando no se posee la capacidad suficiente.

Hoy la inteligencia es un valor a la baja, y el interés inicial de un libro se mide, en primer lugar, por el atractivo de su portada, y en segundo, por la longitud de sus párrafos. Hace poco me escribió (es un decir) un individuo que me había leído por internet, y que en un mensaje muy gracioso y lleno de faltas de ortografía me aconsejaba “si kieres k t lean” (sic), que utilizase párrafos más cortos. El márketing llega no ya a las portadas y a los servicios de venta de la literatura, sino también a su estructura y organización. Terminaremos por incluir dentro de los valores de una obra, el que esté editada en letra Comic Sans Serif de 16, un tipo que a mí me gusta mucho, y que las frases “se ven muy bien”, y el papel tiene buen tacto. ¿Cómo no va a morir así la novela? Lo único bueno es que la vida irrumpe, la vida nos desborda, y todos esos tipejos incultos, ágrafos (de nuevo Umbral) y burdos, nos proporcionarán jugosos personajes para futuras cosas de esas que no son novelas, pero coño, de alguna forma tendremos que llamarlas.

Antonio López del Moral

Sunday, November 07, 2004

Muere Arafat

Muere Arafat, y Sharon brinda con champán en la Jerusalén ocupada, y planifica su siguiente paseo triunfal por la explanada de las Mezquitas. Muere el rais y se desvanecen también los extraños atardeceres de esperanza que su imagen proyectó sobre una buena parte de los palestinos. Siento una desazonadora congoja al pensar en la desaparición de Yaser Arafat. El hombre que pasó su vida esquivando los atentados criminales del Mossad, el hombre que sobrevivió a las invasiones, al encierro, al destierro y al ninguneo (Arafat es irrelevante, dijo no ha mucho Ariel Sharon), a las presiones internas de sus propios compañeros; el hombre que convirtió el pañuelo palestino en símbolo de rebeldía y cambio, el de la paloma y la bala, de la mirada cansada, y sabia, y tristemente esperanzada, el hombre que entró en Naciones Unidas con un kalashnikov en una mano y una rama de olivo en la otra.

Personaje símbolo como ningún otro, resto terminal de una época, cadáver arrojado a la orilla de una playa en la que no se permite entrar a los palestinos y en la que impúdicos ocupantes toman el sol entre sonrisas afiladas. Quizá el ahogado más hermoso del mundo que nos contó García Márquez, quizá sólo un muerto más, otra víctima sin nombre, sin país, sin derecho a una tumba bajo los árboles que abonó tanta sangre. Hombre estandarte o buque insignia, personaje trémulo y al tiempo lleno de energía, que trataba de apagar el fuego de la desesperación con el razonamiento tranquilo de su particular arte de lo posible.

Arafat era un póster de habitación de adolescente, Arafat era la adolescencia frente a la madurez obesa y con olor a pies de gente como Sharon, o Puttin, o Bush, o Aznar, o Berlusconi, tanto da. Arafat luchaba por algo sin construir, una quimera en estado de deconstrucción permanente, y quizá sea eso lo que le dota de más valor. Arafat pudo dedicarse a lo posible, a los hijos, a los libros, a los viajes, pero no fue capaz de dormir dos noches seguidas en el mismo lugar, y en su enorme caserón transparente poblado de fantasmas, tan reales, fantasmas que le seguían a distancia, que disparaban misiles y que accionaban bombas con teléfonos móviles cuando los teléfonos móviles eran mamotretos carísimos sólo al alcance de las élites, él concedía entrevistas en lugares secretos y continuaba hablando de asuntos incómodos, como si la propia filosofía de vivir a la contra le preservase de las balas y las conspiraciones del Mossad.

Arafat no era perfecto, ya lo sé, no fue un santo, ni un bendito, ni siquiera un héroe de leyenda, ni un revolucionario atroz, ni un estratega. No fue un César visionario, no fue un Lenin, no había en su personaje un aura excelsa, no consiguió aglutinar a todas las facciones de su pueblo, no contaba con todos los apoyos, pero había en su carácter de personaje – símbolo una fragilidad extremada, una trémula atemporalidad que le acercaba y le humanizaba, que condensaba en él todas las lágrimas y heridas.

Muere Arafat y se rompe, ay, un equilibrio que se ha mantenido durante años, y Estados Unidos ya planea un gobierno títere presidido por Mohamed Dahlan, al estilo de las repúblicas bananeras, otro Iraq, otro Afganistán, Oriente, Oriente, qué tristeza de leyenda, qué paisaje en negro sobre siluetas de pozos de petróleo. En los dólares aparece, sí, la pirámide truncada de los lobbys judíos, in God we trust, por supuesto, en ese Dios en cuyo nombre todos matan, ojo por ojo y fundamentalismo por fundamentalismo, y no se nos olvide que la ley del talión la inventaron los hebreos.

Oriente especiado y especial, qué incomprensible para el resto, qué terrible, en Palestina las organizaciones extremistas Hamás y Yihad islámica, que con Arafat nunca llegaron a entrar en el gobierno, afilan ya los cuchillos para repartirse el flamante pastel. En las calles se sigue hablando de Intifada, en los despachos, de transición pacífica, y en Estados Unidos, de elecciones, lo que no deja de ser un sarcasmo atroz.

Elecciones en una democracia superpuesta, elecciones como las de Florida, o las de Ohio, elecciones de urnas de cristales rotos, muros de metacrilato que, como diría Kiko Veneno, no nos dejan olernos, ni manosearnos. Elecciones en una tierra quemada, tierra de casas destruidas, baldíos y páramos ausentes en barbechos que nunca saldrán de ese estado, elecciones, qué ironía, qué moto nos venden, qué cachondeo. No les quedará más remedio que pactar, Abbas, Qurei, pactarán en otro arte de lo posible distinto al del rais, pactarán con quien les digan los americanos, por la cuenta que les trae. Y mientras tanto, otro niño de catorce años muerto por el ejército israelí, desangrado con un tiro en la cabeza delante de unos soldados que no permitieron pasar a la ambulancia que venía a socorrerle. Y la bestia de Sharon relamiéndose…

Antonio López del Moral Domínguez