Monday, January 26, 2009

Mal rollo


La noche que supe que todo iría mal, estaba fumando un cigarro, pensando en la muerte y apurando los restos de una botella de bourbon. Junto a mí, Ulises acababa de meterse el último tiro de farlopa. Es lo que tiene la coca: nunca te miente, como decía Eric Clapton, hasta que empieza a hacerlo, claro, y eso no venía en ninguna canción. Ulises, decía, acababa de regresar del baño, con los ojos húmedos, las pupilas dilatadas y la conversación tan acelerada como una ráfaga de ametralladora. Yo en su situación solía ponerme nerviosísimo, pero a él la coca parecía asentarle la personalidad. La coca es una droga extraña, muestra, a pesar de que no pretende mostrar nada, y derriba, a pesar de que supuestamente debe levantar. El problema es que cuando la estás tomando, sabes todo eso, pero te tiene sin cuidado.
Ya hablaré de la coca en otra historia; ahora me interesa hablar de cómo El Cubano era capaz de esquiar sobre esa nieve blanca. De pronto sacaba una bolsa de medio kilo, o un kilo, qué más daba, de nunca supe dónde, y la dejaba caer sobre la mesa, como si pusiese sus cartas boca arriba. Cogía una de sus tarjetas de crédito y comenzaba a formar la espiral, círculos concéntricos sobre el suelo del minúsculo estudio de protésico dental de su padre, y, observando aquellas circunvalaciones me sentía empujado hacia un sueño de la razón, el monstruo de la cotidianeidad súbitamente materializado en mi plan perfecto de vida alternativa. Tardé en comprender que no había locura más allá de tus piernas, amor, que las pasiones, y los sueños, eran sólo la cara oculta de mi obsesión, y que esa obsesión me llevaba directamente a tu cama.

Ulises se afanaba en el radiocasette con una cinta de Adaberto Santiago, intentando esquizofrénicamente hacerla sonar sin ponerlo en marcha, hasta que se percató del absurdo, y entonces me entregó el aparato para que yo lo hiciese funcionar. Dado que me encontraba un tanto perjudicado por el bourbon, lo di un par de vueltas en las manos, sin saber muy bien qué hacer con él. Alberto, que acababa de entrar por la puerta, me lo quitó de un manotazo y lo pisoteó concienzudamente hasta pulverizarlo. Yo estaba acostumbrado a aquellos arrebatos, y pensaba que consecuentemente el Cubano también, pero Ulises se levantó de golpe y le abofeteó.
- ¡Qué haces, conchatumay! ¡Te volviste loco!
En ese momento, Alberto me dio un poco de pena, con su cuerpo de gorila, sus movimientos de paquidermo, su oligofrénica sonrisa. Era un tipo peligroso, y ya he contado que yo no me sentía del todo seguro a su lado (nunca sabías cuando o con quién iban a cruzársele los cables), pero cuando le vi, grande y torpe, repentinamente humillado por Ulises, no pude evitar sentir lástima por él. Bebí un sorbo de mi Four Roses y traté de pensar en Laura, en la debacle, y cuando comenzaba a abstraerme, me llegaron los ecos del ajetreo.

Acababan de surgir varios tipos, de donde nadie sabía, y estaban rodeando a Ulises y a los otros, y se aproximaban más, y chillaban, casi ladraban, algo acerca de un material no todo lo puro que cabía espera. Ulises, tan tranquilo, casi serio, con esa media sonrisa que nunca se quitaba, no perdía la calma, el cabrón, ni la sonrisa de caimán, esa sonrisa que, según Dashiell Hammet, consiste en sonreír sólo con la boca, y no con los ojos. La sonrisa de caimán, las manos en el bolsillo de aquel gabán que no llevaba, los ojos vidriosos y el puño de acero, americano. Lo sacó, de repente, para estrellarlo en la boca del que tenía más cerca. Sonó como un portazo, o como el disparo de salida. El Cubano rompió luego un vaso en la cara de alguien, ese alguien comenzó a gritar, a quejarse, sus amigos decidieron intervenir, y entonces Alberto resolvió la situación por la vía rápida. Es lo que tiene pesar 120 kilos, medir dos metros y dominar al menos tres disciplinas de artes marciales, amén de tener un cerebro de tamaño inversamente proporcional al resto del cuerpo. Alberto nunca hablaba, siempre golpeaba primero, Alberto simplemente se acercó, zarandeó un poco, movió un poco la mano abierta, y de pronto todos los problemas desaparecieron. De pronto las conversaciones, la música, las copas, todo era como antes de que Alberto actuase, y de hecho el propio Alberto había vuelto a ocupar el mismo sitio en el mismo taburete de la barra, y observaba la realidad, o la falta de realidad, con la misma expresión totémica de siempre.
La coca es una droga extraña, no miente, o quizá sí, la coca volaba de los bolsillos a las fosas nasales del Cubano, y de Alberto, y de mí, la coca nos convertía en espectadores insensibles, en actores sin método Stanislavski, la coca acabaría con todo un tiempo después, pero entonces la veíamos como un entretenimiento inocente, algo que nos diferenciaba del resto. Una raya y pasabas al siguiente asunto, cualquier problema se deshacía con el canto de una tarjeta de crédito. La coca era el vínculo con el otro lado, el de la muerte, el de la destrucción sin amor, el del mal rollo, y lo comprendí de golpe (otra súbita agnición) cuando ví entrar, de pronto, a aquellos dos policías uniformados, repartiendo salutaciones y porrazos, ostias de la extremaunción. Entonces regresaron al punto los años del desmadre, los del peligro y la cárcel, las horas escapadas, de pronto caí desde arriba a muy abajo, a lo de antes, y antes de que me diese tiempo a que aquello empezase a no gustarme, uno de los policías me pidió amablemente que sacase todo lo que llevara en los bolsillos.

Uf, qué mal rollo me produjo todo aquello, qué paseo por el borde. Lo que usted diga, señor agente, menos mal que no llevaba nada, aparte de mis desencuentros, mis resabios, mis cuatro cositas de siempre, las saqué y las fui colocando en un curioso orden sobre la barra del local, de mayor a menor tamaño, las fui colocando en fila, como pequeños cadáveres de un accidente de tren, vistos desde el aire. Coloqué mis cosas, mi cartera, el mechero, el tabaco, lo organicé todo y luego me puse yo a mirar con calma afectada cómo el señor agente examinaba mis pertenencias. Pero no era el momento, quizá nunca sea el momento de algo así, quizá seamos nosotros mismos los que decidimos que hay que terminar de una vez por todas, y empujamos nuestra desesperación hacia el vacío. Lo que usted diga, señor agente, guardamos nuestras cosas, no había nada que rascar, hicimos mutis por el foro y nos dispusimos a largarnos, pero allí dentro, más allá de nuestra desesperación, estaba Alberto, como siempre un punto demasiado pasado de coca. Ocurrió tan rápido que aquellos tipos no pudieron reaccionar: de un puñetazo brutal, dejó inconsciente al primero, luego, antes de que el otro fuese capaz de sacar la pistola, o pedir ayuda, o siquiera darse cuenta de lo que ocurría, lo atrapó por el cuello, le aplicó una llave, y fue apretando hasta que los ojos se le pusieron en blanco. Si de Alberto hubiese dependido, estoy seguro de que habría seguido apretando hasta escuchar el chasquido. Afortunadamente, Ulises consiguió que le escuchase al tercer intento, compadre, déjalo, déjalo ya, y Alberto pareció despertar, soltó al policía, que cayó al suelo como un saco de patatas, y luego se quedó allí de pie, esperando órdenes, como un maniquí desmadejado.

Entonces, muy despacio, tranquilamente, fuimos saliendo del local, yo pensando todo el tiempo en la cárcel, en qué lío me habéis metido, hijos de puta, el Cubano y Alberto sonriendo a medias, fingiendo charlar sobre sus cosas, como si no hubiese pasado nada, caminamos hacia la esquina, sin mirar el coche de policía con las luces puestas que aguardaba fuera, con alguien en su interior, sin prisa pero sin pausa llegamos a la esquina, la doblamos, y cuando estuvimos, por fin, seguros de que no nos veía nadie, escapamos a la carrera.

No sé cuánto tiempo estuve corriendo, mucho más de lo que había corrido hasta ese momento. Corrí sin mirar atrás, escapando, no de la policía, no de la situación, sino de algo mucho más abstracto y oscuro que no era capaz de definir, y que me perseguía probablemente desde mucho antes. Corrí tan rápido que tuve la sensación de no correr en absoluto, de no ser capaz de avanzar, de salir de aquella situación, no sólo la de Alberto atacando a la policía y yo mirando, sino la de la ciudad llena de esquinas, la encrucijada demencial del tiempo detenido. Corrí hasta casi perder el conocimiento, y cuando por fin recuperé el resuello y levanté la cabeza, vi que me encontraba frente al viejo piso de García de Paredes, y experimenté una sensación de alivio increíble, algo que sólo he sentido en contadas situaciones, y en momentos mucho más graves y trascendentes que aquel.

Antonio López del Moral Domínguez