Muere Arafat, y Sharon brinda con champán en la Jerusalén ocupada, y planifica su siguiente paseo triunfal por la explanada de las Mezquitas. Muere el rais y se desvanecen también los extraños atardeceres de esperanza que su imagen proyectó sobre una buena parte de los palestinos. Siento una desazonadora congoja al pensar en la desaparición de Yaser Arafat. El hombre que pasó su vida esquivando los atentados criminales del Mossad, el hombre que sobrevivió a las invasiones, al encierro, al destierro y al ninguneo (Arafat es irrelevante, dijo no ha mucho Ariel Sharon), a las presiones internas de sus propios compañeros; el hombre que convirtió el pañuelo palestino en símbolo de rebeldía y cambio, el de la paloma y la bala, de la mirada cansada, y sabia, y tristemente esperanzada, el hombre que entró en Naciones Unidas con un kalashnikov en una mano y una rama de olivo en la otra.
Personaje símbolo como ningún otro, resto terminal de una época, cadáver arrojado a la orilla de una playa en la que no se permite entrar a los palestinos y en la que impúdicos ocupantes toman el sol entre sonrisas afiladas. Quizá el ahogado más hermoso del mundo que nos contó García Márquez, quizá sólo un muerto más, otra víctima sin nombre, sin país, sin derecho a una tumba bajo los árboles que abonó tanta sangre. Hombre estandarte o buque insignia, personaje trémulo y al tiempo lleno de energía, que trataba de apagar el fuego de la desesperación con el razonamiento tranquilo de su particular arte de lo posible.
Arafat era un póster de habitación de adolescente, Arafat era la adolescencia frente a la madurez obesa y con olor a pies de gente como Sharon, o Puttin, o Bush, o Aznar, o Berlusconi, tanto da. Arafat luchaba por algo sin construir, una quimera en estado de deconstrucción permanente, y quizá sea eso lo que le dota de más valor. Arafat pudo dedicarse a lo posible, a los hijos, a los libros, a los viajes, pero no fue capaz de dormir dos noches seguidas en el mismo lugar, y en su enorme caserón transparente poblado de fantasmas, tan reales, fantasmas que le seguían a distancia, que disparaban misiles y que accionaban bombas con teléfonos móviles cuando los teléfonos móviles eran mamotretos carísimos sólo al alcance de las élites, él concedía entrevistas en lugares secretos y continuaba hablando de asuntos incómodos, como si la propia filosofía de vivir a la contra le preservase de las balas y las conspiraciones del Mossad.
Arafat no era perfecto, ya lo sé, no fue un santo, ni un bendito, ni siquiera un héroe de leyenda, ni un revolucionario atroz, ni un estratega. No fue un César visionario, no fue un Lenin, no había en su personaje un aura excelsa, no consiguió aglutinar a todas las facciones de su pueblo, no contaba con todos los apoyos, pero había en su carácter de personaje – símbolo una fragilidad extremada, una trémula atemporalidad que le acercaba y le humanizaba, que condensaba en él todas las lágrimas y heridas.
Muere Arafat y se rompe, ay, un equilibrio que se ha mantenido durante años, y Estados Unidos ya planea un gobierno títere presidido por Mohamed Dahlan, al estilo de las repúblicas bananeras, otro Iraq, otro Afganistán, Oriente, Oriente, qué tristeza de leyenda, qué paisaje en negro sobre siluetas de pozos de petróleo. En los dólares aparece, sí, la pirámide truncada de los lobbys judíos, in God we trust, por supuesto, en ese Dios en cuyo nombre todos matan, ojo por ojo y fundamentalismo por fundamentalismo, y no se nos olvide que la ley del talión la inventaron los hebreos.
Oriente especiado y especial, qué incomprensible para el resto, qué terrible, en Palestina las organizaciones extremistas Hamás y Yihad islámica, que con Arafat nunca llegaron a entrar en el gobierno, afilan ya los cuchillos para repartirse el flamante pastel. En las calles se sigue hablando de Intifada, en los despachos, de transición pacífica, y en Estados Unidos, de elecciones, lo que no deja de ser un sarcasmo atroz.
Elecciones en una democracia superpuesta, elecciones como las de Florida, o las de Ohio, elecciones de urnas de cristales rotos, muros de metacrilato que, como diría Kiko Veneno, no nos dejan olernos, ni manosearnos. Elecciones en una tierra quemada, tierra de casas destruidas, baldíos y páramos ausentes en barbechos que nunca saldrán de ese estado, elecciones, qué ironía, qué moto nos venden, qué cachondeo. No les quedará más remedio que pactar, Abbas, Qurei, pactarán en otro arte de lo posible distinto al del rais, pactarán con quien les digan los americanos, por la cuenta que les trae. Y mientras tanto, otro niño de catorce años muerto por el ejército israelí, desangrado con un tiro en la cabeza delante de unos soldados que no permitieron pasar a la ambulancia que venía a socorrerle. Y la bestia de Sharon relamiéndose…
Antonio López del Moral Domínguez
Sunday, November 07, 2004
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