Ahora mismo no tengo ni la más remota idea de lo que pasa en el mundo. Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rue, como dijo el otro, me cogen tan lejos, tan distraído y dormido, tan, amor, de vacaciones. Mar, sol, arena, piel desnuda, zapatos en ofertas que no podríamos rechazar, ajetreo del que intentábamos huir, y al que siempre nos terminan conduciendo nuestros pasos. Las zonas de costa son, ay, remedos tristes de las grandes ciudades, aglomeraciones trasplantadas. El Mediterráneo es un enorme basurero de agua demasiado fría, un soufflé ardiente en su capa exterior y helado por el centro en el que barcas con motor fuera-borda, veleros sin velas y con timones que nadie sabe utilizar, cañas de pescar atrapadas en las rocas y cangrejos tímidos que nunca saldrán de sus cuevas, llenan las horas desaladas al cainita sol del sur.
Los periódicos que quedan en los kioscos a la hora que yo me levanto están escritos en alemán, no hay televisión en el piso donde nos alojamos, y sufrimos plenas Olimpiadas, de modo que el único tema de conversación son los récords olímpicos y/o mundiales, los deportes minoritarios y las sospechas de tongo en las medallas que indefectiblemente consiguen esos puñeteros yanquis, hombre, que siempre lo ganan todo.
El mundo se detiene en Agosto, los políticos aparcan sus manejos, los empresarios posponen sus rapiñas, los trabajadores olvidan el sudor, y los ancianos sueñan en la muerte mirando al mar, no sé que sentí, que acordándome de la muerte lagrimeé. Cierro los ojos mientras leo a Pablo Neruda y el rumor de las olas me traslada, me adormece y me acuna, me envuelve en fragor y sombra y sal sonora. Allá muevan feroces guerras ciegos reyes por palmos de tierra que me quedan demasiado lejos, allá la actualidad y sus asuntos, allá el ajetreo del momento y del banquete. Velas que rompen el paisaje con absurdos matices, cuerpos bronceados como reclamos de sirenas rubias, horizontes sombríos al otro lado del Estrecho, en los confines de un mar que se convierte poco a poco en cementerio.
Pero enseguida llegan las noticias a través de la radio de alguien, la voz de alguien, la mirada de alguien: ayer murieron ahogados otros diez inmigrantes en la sangría anual del paso del Estrecho, pobres diablos que no alcanzaron a tocar con sus manos el sueño de la estafa transmediterránea. Luces de las disneylandias absurdas de Occidente, lámparas que marcan el aterrizaje forzoso de los desheredados, candelas en un laberinto en el que el Minotauro es el propio laberinto, como decía Alfonso Domingo. Se podría escribir un cuento con sus destinos, falta por hacer la gran novela de las pateras, estertores de una Europa que, según Miguel Ángel de Rus, se hunde irremisiblemente entre sus propios cadáveres. Europa se hunde, Europa atrae, Europa, salvavidas al que se aferran las manos famélicas de los muertos vivientes, en este macroalmacén de destrucción en oferta de verano. Ah, las desatendidas plegarias de las momias, ah, la mirada ausente, ah, el pasado, los habitados veranos de mi infancia, los desérticos estíos de este hoy. Ayer murieron diez más, otro titular de página par, otro trámite de economía de palabras y ceguera, ayer se tragó el Estrecho otros diez sueños, otros diez engañados por la televisión, el hambre y los euros de papel higiénico reciclado.
Los muertos se disuelven como azúcar en el mar, la corriente de información deportiva los arrastra lejos, y regresan los récords a batir, las décimas de segundo, los laureles y las otras lágrimas. España no consiguió grandes medallas en la Olimpiada, dice el locutor, España pierde, y a mí qué, España sólo tiene medallas en regatas en patera, en tiro al inmigrante escarnecido, en cervezas en terrazas frente al mar, asientos gratuitos para el gran espectáculo de los que cruzan el Estrecho a nado, venciendo no a los otros, ni siquiera a sí mismos, sino a la gangrena, la pierna congelada y el pene desprendido suavemente por las olas, la dulce y mefítica llamada de la muerte, túmbate, amor, a descansar entre las aguas, te vas Alfonsina hacia lo helado, porque en Europa los del sur sólo compiten cruzando la laguna Estigia a estilos libres.
Europa, ¿quién eres tú?, si te llamaras etcétera, romperías de una vez esas fronteras, cauterizarías los cinco chorros de la sangre negra de los moros, secarías las lágrimas de esa mujer que ya denunció los malos tratos, besarías las manos arrugadas de los viejos que esperan, abandonados en las gasolineras como perros incómodos, la llegada de los hijos que se fueron a buscar corrientes cálidas. No hay sitio para los viejos en los coches, porque las tablas de surf lo ocupan todo, no hay lugar para los pobres en Europa, no hay solidaridad en esta idea, sólo muertos, y pateras estafadas, y abrasadas pieles de turistas nórdicos, que algún día curarán sus cánceres en clínicas privadas libres de impuestos e inmigrantes. La sanidad pública, ya se sabe, no está para tanta frivolité.
Y España, ¿quién eres tú? Si te llamases etcétera, abandonarías estas olimpiadas que sólo son un multitudinario botellón de anabolizante y sudor de segunda categoría, si conservases el orgullo de esa República violada, si tú fueses, si tú osaras, si tú vieras, y tuvieras y te vieras. España extraña araña tejedora de retales, pieles cosidas a lo vivo y sin anestesia, puntadas de sutura que nadie se atreve a arrancar para no llevarse pedazos de carne, ay, guitarra y fusil, terraza de verano, platos de vísceras vivas y raciones de carne caliente, terraza de Europa, mirador de África, náufrago en el mar unido al mundo por montañas a las que siempre miras sin dejar de mostrar el trasero.
España no tiene muchas medallas, y a mí qué, pero hay en sus playas cadáveres de los ahogados más hermosos del mundo, los rostros helados y entumecidos de los ingenuos, los creyentes, los que confían, los que siguen al pie de la letra la buena nueva recibida en la televisión por satélite. La solidaridad es un estado de ánimo, no tenemos dinero para que los africanos coman, mire usted, pero tenemos satélites, y no les ponga un hospital, mejor un Mac Donald’s, que la comida basura les salvará de sí mismos. El colesterol como terapia, o si no, fíjese lo que pasó en la Plaza Roja de Moscú en cuanto abrieron uno.
No quiero seguir escuchando las noticias. Sé que se hablará del oro y de la plata, de los laureles, de las medallas que tampoco esta vez ha conseguido España. Se hablará de los récords y del tiempo, de las décimas de segundo, de las técnicas, pero no se mencionará a los bellos ahogados en el Mediterráneo de su credulidad, los que se aferran con los dientes a las rocas de la costa, porque las manos las perdieron en la congelación y la marejada. Sé que cuando vuelva a Madrid me preguntarán qué tal las vacaciones, sé que buscarán el rastro del bronce en mi piel hastiada ya de tanto oro, sé que se sorprenderán histriónicamente cuando les diga que a mí ponerme moreno me importa casi tan poco como la olimpiada, que dejarán de escucharme igual que muchos habrán dejado de leerme cuando comience a hablar de los cadáveres que surfean las olas, los asaltantes del castillo europeo, los desheredados, los que sólo subirán a un podio cuando les ahorquen o fusilen. Sé que todos ponderarán la gesta de algún nadador, algún atleta, algún representante de algún país ignorado que habrá conseguido sentarse a la mesa de los ricos. Sé que todos regresarán al trabajo y a la ciudad satisfechos, morenos y descansados.
Y a mí que.
Sunday, September 26, 2004
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